Giscard d’Estaing, otro Luis XIV para España
Su "imperdonable pasividad" ante ETA, como la califica José Miguel Ortí Bordás, demuestra que era "nada amigo de España".
Los españoles del siglo XIX sufrieron a Joaquín Murat y los españoles del siglo XX a Valéry Giscard d’Estaing. El tercer presidente de la Quinta República francesa fue lo más parecido a un mariscal napoleónico que hemos conocido.
El aristocrático Giscard fue miembro de una de esas curiosas dinastías políticas que engendran las repúblicas longevas. Ya conocía España, a la que había acudido como ministro de Finanzas del presidente De Gaulle para firmar acuerdos económicos y cazar. Ministro por primera vez a los 36 años, alcanzó la presidencia de su país en 1974. Una de las características de su personalidad era su inmensa arrogancia.
Impertinencia con los españoles
A la muerte del general Franco, Giscard (1926-2020) se atribuyó el papel de protector de la nueva España. No asistió al funeral por Franco, pero sí a la proclamación de su sucesor a título de rey. Se cuenta que una de las peticiones protocolarias fue que le situasen lo más lejos posible del chileno Augusto Pinochet, presidente de la junta militar que había derrocado el año anterior a Salvador Allende. ¡Cuando él mantenía la misión militar francesa en Argentina y apoyaba a tiranuelos africanos!
Leopoldo Calvo-Sotelo, fugaz presidente del Gobierno, describe así en sus memorias las relaciones con la Francia de la grandeur:
La actitud hacia España era de enfrentamiento manchado por paternalismo e impertinencia, con alguna excepción amistosa. Si a los españoles nos costó trabajo aceptar el papel que nos corresponde en la comunidad internacional a finales del siglo XX, también a nuestros vecinos les costó trabajo ver en el pariente pobre del sur un interlocutor igual y una amenaza seria para su propio mercado interior.
Giscard cayó en lo que se llamó síndrome de Luis XIV. Es decir, creyó que podría tener en Madrid una influencia similar a la que tuvo Luis XIV al principio del reinado de su nieto Felipe V.
Consecuencia de esos modos fue el trato que dio a Adolfo Suárez, presidente de Gobierno desde julio de 1976 por voluntad real. El francés creía que su par español era Juan Carlos, doce años más joven que él y miembro de una familia de origen francés, no un politiquillo español que no hablaba francés, sin ningún mérito salvo el favor del monarca. Aceptó por petición de Zarzuela que su primer ministro, Jacques Chirac, recibiese en París al recién nombrado Suárez, a fin de darle un poco de prestigio del que estaba muy necesitado quien hasta entonces era secretario general del Movimiento Nacional, el partido único franquista.
Pronto sufrió un desencanto, pues España no era Gabón. Exigió que el Gobierno español le concediese el Toisón de Oro, condecoración que es de concesión exclusiva del rey, y que se abriese para él la Puerta de los Leones del Congreso. En consecuencia, según Calvo-Sotelo, “su empressement inicial fue cediendo el paso a un creciente detachement”.
Su "imperdonable pasividad" ante ETA, como la califica José Miguel Ortí Bordás, demuestra que era “nada amigo de España”. Se negó a extraditar a las docenas de etarras refugiados en Francia, donde cobraban sus chantajes y disponían de campos de entrenamiento. También vetó el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea. Ambos asuntos avanzaron con su sucesor, el socialista François Mitterrand.
Un elitista que hizo política de izquierdas
Giscard d’Estaing provenía de un ambiente centrista. No le gustaban De Gaulle ni el gaullismo, aunque dependía del general y de sus seguidores para su carrera política. En 1959, ya establecida la V República, fue nombrado secretario de Estado de Finanzas, y en 1962, ministro. No dudó en oponerse al sí en el referéndum administrativo de 1970 que causó la retirada del derrotado De Gaulle.
La ajustada victoria de Giscard en las elecciones de 1974, por unos 400.000 votos, frente a Mitterrand sin duda pesó en su política progresista. Si quería ser reelegido, debía ampliar su base electoral, ya que no contaba con la fidelidad de los herederos del gaullismo, como su antiguo primer ministro Chirac. Legalizó el aborto; introdujo el divorcio por mutuo acuerdo, sin causa; estableció la escuela única eliminando los diferentes niveles en función de la capacidad de los alumnos; entronizó el horrible arte moderno con la construcción del aún más feo Centro Pompidou; y realizó gestos demagógicos como invitar a cuatro barrenderos a desayunar en El Elíseo.
Puesto que la demografía es el destino, Giscard agravó las medidas favorables a la inmigración de las antiguas colonias francesas tomadas por su predecesor Pompidou (1970-1974) al sancionar un decreto aprobado por el Gobierno de su primer ministro, Jacques Chirac, que permitía la reagrupación familiar. Según la norma, años más tarde copiada en esta provincia mental francesa que es España, los inmigrantes ya establecidos podían traerse a sus familiares, con lo que el Estado de Bienestar francés sufrió una brusca demanda de servicios como la vivienda, la educación y el empleo. Los más beneficiados fueron los argelinos, que, paradójicamente, en los años 60 reclamaban la independencia de Argelia.
También fue el último presidente francés que trató a Europa Occidental como a un seudoimperio francés. La fuerza nuclear propia, la decadencia británica, la mutilación alemana y el desorden italiano y español se lo permitieron. Su federalismo europeo, que aseguran tenía los obituarios publicados en la prensa española, era en realidad un deseo de hegemonía francesa.
Amigo de tiranos
En África no disimuló su prepotencia. Apoyó al Marruecos de Hasán II y a Mauritania en su anexión del Sáhara español. Tuvo excelentes relaciones con el dictador de la República Centroafricana Jean-Bedel Bokassa, a quien suministró ayuda militar y económica. A cambio, éste vendía uranio para las centrales y el armamento nucleares franceses. A Giscard no le importó el régimen despótico de Bokassa. Como ministro de Economía de Pompidou, en 1973 aceptó unos diamantes como regalo; luego, ya elevado a le Jefatura del Estado francés, frecuentó la república africana para practicar la caza. El escándalo de los diamantes, revelado por Le Canard Enchaîné en 1979, contribuyó a su derrota en las presidenciales de 1981.
En Oriente Próximo, Giscard quiso ejercer una política exterior independiente. Se reunió con Sadam Husein y vendió al dictador iraquí un reactor nuclear que los israelíes bombardearon en 1981. Dio asilo al imán Jomeini, que regresó a Irán después del derrocamiento del sah, en un avión de Air France.
Su política exterior creó más problemas de los que solucionó, y por ello se le puede colocar en el mismo lugar que el presidente Jimmy Carter, cuyos mandatos coincidieron.
El cristianismo no es europeo
A las elecciones de 1981 llegó con varios lastres: el paro y la inflación debidos a las dos crisis petrolíferas (1973 y 1979), el escándalo de los diamantes, su soberbia y la división en el bloque de la no-izquierda. En la primera vuelta compitió con Chirac y sólo sacó un 28% de los votos, menos que en 1974. Mitterrand, que se presentaba por tercera vez, le venció por más de un millón de votos.
Mitterrand, que acogió a terroristas italianos de extrema izquierda, en cambio rompió con la política de Francia como tierra de asilo de los etarras. En septiembre de 1984, París entregó al Gobierno de Felipe González a los tres primeros etarras.
Después de su derrota, a Giscard le costó dejar la política. Desempeñó la presidencia del Consejo Regional de Auvernia entre 1986 y 2004 y fue europarlamentario entre 1989 y 1993. Se implicó en la Trilateral y hasta soñó con ser primer ministro a las órdenes de Mitterrand.
Entre 2001 y 2004 presidió la convención que redactó el Tratado Constitucional europeo. De acuerdo con el laicismo de la clase dirigente francesa (no perteneció a la masonería), destacó en el preámbulo que Europa provenía de la herencia greco-cristiana y de la Ilustración, sin mencionar al cristianismo. Su obra, aprobada en referéndum en una España en la que el europeísmo es una religión, en Francia fue rechazada.
Giscard pertenecía a una generación de políticos europeos que, antes de entrar en política, se había jugado la vida en la Segunda Guerra Mundial, se había forjado un porvenir (la durísima oposición de inspector de Finanzas), hablaba idiomas extranjeros (en su caso el alemán); y encima le gustaban las señoras. Si se hubiera acercado a uno de los actuales partidos franceses o españoles que se encuentran en el Gobierno, es probable que no hubiera pasado de la puerta.
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