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Federico Jiménez Losantos

Cuando se despuebla el belén

Se nos va despoblando el belén de Teruel, aquel nacimiento en el que vinimos al mundo de las ideas y de las artes.

Ha muerto Joaquín Carbonell, de coronavirus, en un hospital de Zaragoza. Y al mirar las fotos de los años que pasamos juntos, he tenido, más que la sensación, la evidencia de que se nos va despoblando el belén de Teruel, aquel nacimiento en el que vinimos al mundo de las ideas y de las artes, la luz que nos hizo y en la que, tan deprisa, nos vamos deshaciendo. Cada uno es hijo de algunos momentos de su vida. Y, en lo intelectual, yo lo soy de aquel Colegio San Pablo de Teruel donde pasé de los 14 a los 17 años.  

En realidad, no pasé, porque nunca he pasado del todo. Sigo yendo a ver, con Vicente, Efigenio y Pedro Espinosa, cómo van las obras del nuevo colegio, para asegurarnos de que estaría para septiembre. Es insólito que unos chicos de trece años se preocupen más por su nuevo internado que por la reválida, pero así fue. No estábamos mal en el General Pizarro, pero se nos quedaba corto. Y con nuestras becas a cuestas, cruzamos los yermos del Ensanche turolense, donde la ciudad termina, y llegamos al San Pablo. 

Una de las últimas fotos de Carbonell.

Joaquín era el mayor 

Al llegar, nos encontramos con que los educadores eran alumnos de los últimos cursos. Todos, hasta el Director, Don Florencio, parecían tan críos como nosotros. Algunos, más, porque a Quinto llegó un chico que nos pasaba unos años, nunca supimos cuántos. Ahora veo en las notas necrológicas que eran cuatro. Yo hubiera jurado que dos. En todo caso, Joaquín era mayor, había sido camarero en la Costa Brava, donde las suecas, tocaba la guitarra, y cantaba por Peret, dándole vueltas a la guitarra sin que se cayera: “matarón al gitano Antón/ matarón al gitano Antón / ay, señores qué penita / porque al gitanito Antón / todo el mundo lo quería”. Joaquín era también así, gitano y rumbero, pero todos lo querían. Y todas. 

Carbonell en el patio del San Pablo, cuando empezaba a cantar.

En el colegio hacíamos teatro leído, y en la “Antígona” de Anouilh conocí a Pilar Navarrete, que era cuñada de Jesús Oliver, profesor de latín, que sucedería a Labordeta como Jefe de Estudios y al que sucedería yo. Era, con Mari Carmen Magallón, la chica más guapa y más lista del curso. Y enseguida se ennovió con Joaquín. Maripi era muy graciosa, escribía muy bien y había ganado el Premio de la Coca Cola que se daba cada año. Junto a Cesáreo Hernández, un año mayor y un curso menos, llegamos a ser inseparables, con ese tipo de amistad que sólo se da en la adolescencia. Había más inseparables: Pedro y yo, que éramos del mismo pueblo; César y yo, que compartíamos gustos musicales; Vicente y Efigenio, que no hacían teatro pero eran los mejores en el fútbol y estudiábamos juntos la víspera de los exámenes. Hace poco, firmando libros en Valencia, otro argumento para la nostalgia, un hombre alto, ancho, rubio, se paró a mi lado y me dijo: 

- ¿Me conoces?  

- ¡Vicente Fernández! ¡Y Efigenio!  

Total, sólo habían pasado cincuenta años. Me dieron su teléfono, en la barahúnda de la firma alguien me lo guardó y, naturalmente, lo perdí. No sé la de veces que he pensado en llamar a aquellos amigos inolvidables.  

Federico, en el centro, con sus compañeros del equipo de fútbol.

Las chicas inolvidables que no vemos 

Y qué decir de las chicas: las novias de las teresianas y las de entretiempo, porque no podía estar sin una; mi compañera de pupitre en Preu, Maripi Vicente, que llevaba medias finas y oscuras para compensar el griego de Pericles, a quien nunca más vi; Himilce, a la que vi una vez y tenía la misma música que entonces; Teresa, de la que  recuerdo una noche en la Andaquilla, bajo la única bombilla amarillenta que entonces la iluminaba; y Carmen Magallón, a punto de salvar el planeta, y Pilar Navarrete, culpable de que César y yo no quisiéramos mucho a Joaquín, que se la había ligado.  

Fotografía tomada por el propio Carbonell, que era buen fotógrafo, de Pilar, César y Federico en Teruel.

Y todos -Joaquín, Sarrais, Gonzalo, César, Magallón, Navarrete, yo- bajo el manto, la tutela, la biblioteca, el té y simpatía con Magüi, el café con leche con Juana, de Pepe Sanchis Sinisterra y José Antonio Labordeta. Ya he contado aquí algo de lo que les debo. Éramos más que una familia y casi una comuna, más que amigos y menos que amantes, creo. La ventaja de los amores platónicos de la adolescencia es que no caducan nunca, los aristotélicos de la vida, casi siempre.  

Joaquín haciendo “Los habladores” con Carmen Magallón.

Los años luz de Teruel nos sacaron de la Caverna platónica y nos arrojaron a la lucha aristotélica de la razón y la ilusión, de ahí que casi todos tropezáramos con la política. Pero si busco una imagen de aquel “esplendor en la hierba, y la gloria en las flores”, veo a Joaquín haciendo “Los habladores” con Carmen Magallón, con la misma soltura que cantaba rumbas; a Pilar Navarrete, sentada y con los ojos brillantes ante “El retablo de las maravillas”, mientras detrás, Cesár, tan guapo, no se fía de Joaquín. 

Pilar Navarrete, sentada y con los ojos brillantes ante “El retablo de las maravillas”.

Hay una foto, poco antes de dejar el cielo turolense, en que Joaquín y yo estamos sentados, entre bambalinas, mientras Justiniano Hernández, hermano de César, campeón de España de acordeón y gran pianista, toca para sus paisanos de Torrebaja. Venía tras los entremeses cervantinos y antes de que cerraran el dúo que formaban Joaquín y César, y Labordeta. Yo miro a la escena, concentrado en no sé. Joaquín está detrás de mí y tiene la mirada perdida en algo lejano. Pocos meses después, Joaquín y yo nos íbamos a estudiar a Zaragoza y encontrábamos piso en la Calle Tarragona.  

Justiniano Hernández en la citada fotografía tocando el acordeón.

La canción aragonesa y otras 

Joaquín estudiaba Publicidad, algo impreciso ligado a los negocios. Yo estudiaba Filosofía y letras, y enseguida, lo he contado en Memoria del Comunismo, me arrastró el turbión de la política. Seguíamos amigos, pero ya no estaban el teatro, Maria Pilar, César, Labordeta y el San Pablo. Ya no jugábamos al fútbol en el campo del Teruel, ni estrenábamos en el Marín. Iba con él a las matinés que organizaba Plácido, donde cantaban Patxi Andión, Hilario Camacho, Pablo Guerrero, el propio Joaquín o Labordeta. 

Sobre todo, recuerdo a Free Field, que cantaban muy bien a Dylan y Pete Seeger, inútil en la canción protesta que venía. Una vez fui a verlos con un poeta amable y dos hermanas guapísimas, Hortensia y Estrella, y se me quedó la letra de “Girl from the North Country”. Cada vez que llueve y hace el frío oscuro de Zaragoza en marzo, la recuerdo. Pero volvía a casa y le ayudaba a Joaquín a terminar “La Beata”. Yo andaba entre el PCE y Kerouac; él entre la publicidad y la canción. Al año siguiente, me fui con Fernando Sarrais a la calle Vidal de Canellas, y luego a Barcelona. Apenas nos volvimos a ver. Pero siempre nos hemos citado con afecto, por todo. 

Otra ausencia luminosa: Alberto Cardín.

Supe que se casó y separó de Pilar, a la que nunca más he visto, pero le leí una novela terrible, extraordinaria y poco comentada sobre Teruel. Él cantó, grabó quince discos y escribió mucho. Ella se casó con Eduardo Paz, hizo carrera política y publicó un texto despectivo, brillante y disonante, el mejor, con el de Carmen Magallón, en el número especial de la revista San Pablo dedicada al XXX aniversario. En la fiesta, a Federico Trillo lo insultaron unos comunistas que ni eran del San Pablo. Entonces, me alegré de no haber ido, aunque hubiera charlado a gusto con Labordeta y Joaquín.  Ahora, echo demasiado en falta aquella cena, o sobremesa o lo que fuera. 

Esperando a los Reyes Magos  

Federico Jiménez Losantos con Carbonell detrás y debajo, tonteando, Pedro Espinosa

Veo las fotos que nos hicimos en Barajas, cuando fuimos a Orense a representar “La Zapatera Prodigiosa”, y, tan jóvenes, casi ganamos. En una, estoy delante de Labordeta, que ya no está, aunque siempre siga ahí. En otra, tengo delante a Pedro Espinosa y detrás a Joaquín Carbonell, que tampoco están ya, aunque no pueda olvidarlos. Se me está despoblando el belén. Y barrunto que este año no llegarán los Reyes Magos.  

 

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