Los periodistas que matan
Es imposible demostrarlo con cifras, pero resulta difícil evitar la conclusión de que ha muerto y está muriendo gente por su culpa.
Llevo varios días leyendo en redes sociales que cuando otros españoles nos visitan se quedan gratamente sorprendidos del uso más generalizado de las mascarillas en Madrid respecto a sus lugares de origen. Tampoco es que las lleve todo el mundo todo el rato, como bien sabemos todos, pero sí parece que relativamente las empleamos más que en muchas otras regiones sin necesidad de hacerlo obligatorio. ¿Acaso los madrileños somos más cívicos, más solidarios, mejores ciudadanos? No creo, como tampoco éramos la peste negra hace un par de meses.
Permítanme aventurar una explicación. Si por algo se han caracterizado los meses duros de la epidemia ha sido por el blanqueo que los medios de comunicación, especialmente las televisiones, han llevado a cabo de las consecuencias más duras del coronavirus con el objetivo poco disimulado de lavar la imagen de un Gobierno incompetente. Centrándose en los aplausos de médicos y enfermeros cuando daban las altas, no han hecho reportajes cuando esos mismos médicos y enfermeros cogían la enfermedad y morían o al menos las pasaban canutas. No ha habido casi imágenes de dolor, de sufrimiento. No han acudido a las residencias donde morían los ancianos por decenas. Han hecho lo que han podido, en suma, para reducir el impacto de la epidemia para así sostener al Gobierno e impedir que cayera derribado por el virus. Y ese objetivo lo han conseguido, pero no sin consecuencias.
Es más difícil que nos tomemos suficientemente en serio la enfermedad como para hacer sacrificios personales si no hemos percibido de cerca la tragedia. En términos relativos; por supuesto que habrá gente que, aunque sea por hipocondría, se encerró en casa con la gripe A y no ha salido y personas que rodeadas de muertos siguen alegres y sin mascarilla. Pero incluso estas cifras de muertos, que además el Gobierno bien que se ha encargado de minimizar, pueden ser insuficientes a la hora de que muchas personas tomen conciencia. Tuvieron más efecto sobre los accidentes de tráfico las campañas televisivas de la DGT que la fría contabilidad de víctimas repetida año tras año. Eran ficción, pero acercaban la realidad de una forma en que la estadística, como bien sabía Stalin, es incapaz de conseguir.
¿Qué hace, pues, especial a Madrid? Que tiene en mayor cantidad el antídoto a esa propaganda progubernamental: la realidad. En aquello que conocemos de cerca, la propaganda es inútil; como mucho nos hace cabrearnos, pero pierde todo poder de convicción. Y en Madrid hay un porcentaje más alto de la población que conoce a alguien que ha enfermado, a alguien que ha muerto. Yo he perdido a una tía y mi cuñada lo ha pasado bastante mal. No creo ser especial en eso. Sabemos que la primera ola atacó más duramente Madrid que ninguna otra región, como vemos en los estudios de prevalencia, así que es normal que haya un mayor porcentaje de gente con más conciencia de qué es esto que en otras regiones y que haya más mascarillas.
Esto se ve amplificado por el efecto de la ventana rota, que no dejaba de ser una aplicación concreta de lo que sabemos sobre el ser humano y su naturaleza de animal social. Si tienes una base suficientemente grande y estable de personas que siempre van a llevar mascarillas porque saben el precio de no hacerlo, quienes quizá no lo harían prefieren ponérsela aunque sólo sea por no pasar vergüenza. Y lo contrario también sucede: cuando muchos deciden pasar de llevarla, habrá quien deje de hacerlo porque tampoco es cuestión de ser el único que hace el primo.
Por eso pienso lo monstruosamente grande que es la responsabilidad de los medios, especialmente las televisiones, que han pasado estos meses maquillando el horror por el que hemos pasado. Esto va mucho más allá de haber apuntalado a un Gobierno cuyos integrantes deberían visitar el interior de una celda por su negligencia criminal. Es imposible demostrarlo con cifras, pero resulta difícil evitar la conclusión de que ha muerto y está muriendo gente por su culpa.
Por supuesto, negarán la mayor. Dirán que sí han hecho la cobertura y pondrán un ejemplo o dos, pero en su fuero interno, en esas partes de sí mismos de las que no hablan con los colegas, saben que es mentira; que con un Gobierno de otro color ese reportaje aislado se habría repetido a diario, ampliado y en primera plana, como hace El País con las residencias de Madrid para intentar perjudicar a Ayuso. Lo cual, por supuesto, no significa que vayan a tener remordimientos. Ser de izquierdas es no tener que decir nunca lo siento, porque eres de los buenos hagas lo que hagas. Tienen la salvación por la fe, no por las obras. Pero creo que es nuestra obligación recordárselo de vez en cuando. Aunque sólo sea por amargarles un poco lo mucho que disfrutan de su pretendida superioridad moral.
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