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Cristina Losada

Pujol, el mito de Tagamanent

La misión de 'construir Catalunya' pasaba por destruir Cataluña.

Jordi Pujol | Cordon Press

Recién cumplidos los 90 años, Jordi Pujol ha vuelto al lugar donde empezó todo. Porque fue en la cima del Tagamanent, un montaña de poco más de mil metros de altitud, donde tuvo la revelación. No una visión política, que difícilmente pudo tener a los diez u once años de edad, sino la revelación, mística, cuasi religiosa, de cuál era su misión en la vida. Allí subió hacia el año 1940 con un tío suyo y otro acompañante para ver una iglesia, una era y unas masías que había en la cumbre. Según su propio relato, al llegar vieron que todo estaba destruido y abandonado, y esa escena de desolación los sumió en un estado emocional tan intenso que allí mismo el niño Pujol recibió en germen el descubrimiento de que su misión era "reconstruir el país".

"A aquellos dos hombres que me acompañaban el espectáculo los sobrecogió, los recuerdo puestos en pie, en el umbral de la iglesia, trasladando a toda Cataluña la impresión de derrota, de desánimo y de destrucción que el Tagamanent les producía y que por otra parte debían de llevar en su interior", escribió en Construir Catalunya. Y después: "Mi programa, mi programa como hombre, el programa de mi vida, es ése que arranca del portal de Tagamanent: construir Cataluña". La revelación que tuvo en aquella cima estaría presente –la haría presente– a lo largo de su vida política y la tiene y hace presente ahora, al final de su vida, con una excursión de regreso que representa el cierre del círculo. Estamos, obvio es, en el tiempo circular del mito.

En su reciente Pujol. Todo era mentira (1930-1962), Manuel Trallero y Josep Guixà exponen el resultado de su investigación sobre el episodio de Tagamanent. Su conclusión es que se trata de una fábula. De una más, porque Pujol ha sido un prolífico inventor de mitos sobre sí mismo. La prueba más importante que aportan son los censos de la zona. Ciertamente, la iglesia había sido incendiada el 18 de julio de 1936, pero en los años 40 había allí masías habitadas, por lo que el panorama no podía ser como lo ha descrito Pujol. Antes, Francisco Caja, en La raza catalana, ya había puesto en duda la veracidad del relato. Nada de lo cual impide que hoy la prensa, cuando informa de que Pujol y su esposa han subido a pie al Tagamanent, incorpore la leyenda de aquel recuerdo de infancia que habría dado sentido a toda su trayectoria política.

La cuestión relevante no es tanto que Pujol jalonara de mitos su biografía, o que su vida, tal como la ha contado y se ha difundido, sea en realidad una gran mentira. Es que esas mentiras fueron ingrediente necesario e indispensable de su ascenso político. Fue sobre tales mentiras sobre las que refundó la iglesia nacionalista. Lo cual nos lleva a la pregunta de si podía haber sido de otra forma, y la respuesta, pues de nacionalismo hablamos, es negativa. No hay nacionalismo sin mitos y, en un segundo orden más práctico y pedestre, no lo hay sin mentiras.

Ninguno de los sucesores de Pujol ha tenido la faceta mística del maestro, pero sus mentiras burdas se han desplegado siempre en el perturbado paisaje de aquel fervor iniciático, reflejando así parte de su lúgubre brillo. Se han beneficiado, por así decir, del contacto que tuvo el fundador con la divinidad, donde le fue revelado que la nación es la diosa. Sea falso o no el recuerdo de Pujol sobre el Tagamanent, hay algo sobre lo que no cabe duda: la misión de construir Catalunya pasaba por destruir Cataluña. A punto han estado de completar el mandado destructivo.

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