Contra Julio Anguita
El problema no es, por supuesto, Anguita, sino que sigamos siendo tolerantes con el comunismo.
El político Juan Miguel Miguélez, que falleció la semana pasada en Málaga, ha sido despedido en un entierro multitudinario entre grandes muestras de afecto: cientos de personas obviaron el estado de alarma para rendir un último homenaje al líder nazi, luciendo gran cantidad de banderas con la esvástica y prorrumpiendo en largos y sonoros aplausos.
Miguélez, que fue desde finales de los años 80 y durante una década líder del Partido Nazi Español, es recordado a uno y otro lado del espectro político por su honestidad y coherencia intelectual: durante toda su vida defendió, siempre con talante y sin sectarismo, la implantación de políticas nacionalsocialistas, manteniendo siempre todo el respeto a sus rivales políticos, pero inflexible en lo que se refería a sus principios nazis, tal y como refleja la expresión que tanto usó en su carrera: "Programa, programa, programa".
¿Se imaginan unos párrafos como los anteriores en cualquier medio español? ¿Les parecen completamente imposibles y descabellados? Pues despierten de su sueño: eso es, exactamente, lo que acaba de ocurrir con el fallecimiento de Julio Anguita, líder del PCE desde 1988 a 1998 y, durante toda su vida, coherente defensor del credo político más criminal y liberticida de la historia de la humanidad.
En los últimos días se ha hablado mucho de su honradez –desde luego intachable: pocos políticos en España habrán entrado y salido del servicio público con una mejora tan magra de su patrimonio personal–, su talante, su educación o de su forma de entender la política como una elegante confrontación de ideas, más con adversarios que con enemigos.
Todo eso es cierto y tampoco dudo de que en su ámbito personal fuera una buena persona, es más, estoy bastante seguro de que lo fue. Pero la Historia no se pronunciará sobre Julio Anguita por lo bien que tratase a su mujer o en función de si amaba o no a sus demás familiares; tampoco aparecerá en los libros por que se hiciese él mismo la cama, ayudase a cruzar a las ancianas o diese limosna a los pobres. No, la Historia le juzgará –o debería juzgarle– por su desempeño como político.
Y ese desempeño no puede separarse del hecho de que durante toda su vida defendió la tiranía comunista, de que siempre quiso para España y para todo el mundo la miseria, la falta de libertades y la muerte que están indefectiblemente asociadas al comunismo. Sí, soy consciente de que para él no sería así, pero ¿quién nos dice que el ficticio Miguélez o que nazis reales como León Dregrelle no pensaban también en lo más profundo de su corazón que el nazismo era el camino más corto al Paraíso? ¿Acaso eso les excusa?
También sé, cómo no, que Julio Anguita no participó jamás en los crímenes comunistas y, es más, estoy bastante seguro de que le repugnaban; pero lo cierto es que tampoco le vi nunca condenar los regímenes asesinos de Cuba, la URSS u otros paraísos comunistas. De hecho, siendo líder de IU favoreció un acercamiento al régimen chino que acababa de cometer la masacre de Tiananmen. No son palabras menores, no podía haber dudas.
No me entiendan mal, no quiero cargar las tintas contra un hombre que es verdad que, al menos en algunos aspectos, sí tuvo un comportamiento personal más elogiable que la mayoría de sus colegas españoles. El problema no es, por supuesto, Anguita, sino que sigamos siendo tolerantes con el comunismo: ¿hasta cuándo mantendremos esta doble vara de medir con él y con doctrinas igualmente criminales que, afortunadamente, sí nos producen la aversión? ¿Por qué ser comunista y haberlo sido toda la vida no es la tacha política y moral que debería ser? ¿Por qué ni siquiera una parte importante del centro-derecha entiende esto?
Descanse en paz Julio Anguita, sean dadas las más sinceras condolencias a familiares y amigos, respetemos lo que fue la persona, pero no nos hagamos trampas al solitario y recordemos la verdad de lo que fue el político.
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