Holanda o la hipocresía luterana
Por esa cloaca holandesa ha desaparecido mucho del dinero que hoy necesitarían nuestros hospitales. Y todavía se atreven a mirarnos por encima del hombro.
El Gobierno de los Países Bajos, eso que antes se llamaba Holanda, está incurriendo en la audacia de apelar a argumentos pretendidamente morales para oponerse a que ni siquiera el espanto de contemplar a ciudadanos españoles e italianos muriendo a centenares en hospitales de campaña improvisados suponga argumento suficiente para dar su mezquino brazo a torcer en la cuestión de los eurobonos. Los que más tendrían que callar, impartiendo altivas lecciones de superioridad ética a esos indolentes pigs del Sur. Las rameras enseñándonos el Catecismo. Y es que si los sistemas sanitarios de tantos Estados europeos tienen que soportar una situación crítica ante las insuficiencias materiales de todo tipo que arrostran frente a la pandemia, esas carencias no son en absoluto ajenas a la beligerante piratería fiscal que vienen practicando los gobernantes de los Países Bajos contra el resto de sus socios en la Unión Europea. Porque si hoy están siendo condenados a morir ciudadanos españoles ante la insuficiente dotación de respiradores artificiales en nuestros hospitales públicos, la descarada connivencia lucrativa que mantiene Holanda con tantos prófugos tributarios de otros países de la Unión, al facilitar que eludan el pago de impuestos en sus lugares de origen gracias a engranajes leguleyos opacos en sus colonias del Caribe, es la responsable última de esas muertes.
Ilustres migrantes fiscales como el multimillonario catalán Jaume Roures, renombrado por su entusiasta afición al sándwich holandés, la más célebre argucia jurídica ideada por las autoridades de los Países Bajos para ayudar a individuos como él a mantener su dinero bien lejos de las necesidades de financiación del sistema sanitario español. El sándwich holandés, un producto de la más destilada hipocresía luterana, constituye un inmenso coladero para hurtar recursos a las haciendas nacionales de los países de la Unión que fue creado en tiempos de la guerra de Vietnam. Por aquel entonces, Estados Unidos se vio sometido a un dilema. Financiar la guerra exigía lanzar emisiones constantes y masivas de deuda federal. Pero las grandes corporaciones empresariales americanas también necesitaban captar recursos emitiendo su propia deuda. Algo que habría empujado hasta las nubes el tipo de interés a pagar si el sector privado y el público compitieran por captar el mismo ahorro dentro de Estados Unidos. La única solución era colocarla en Europa.
Pero había un pequeño inconveniente fiscal, a saber: cualquier emisión de bonos americanos estaba sometida a una retención del 30% sobre su rentabilidad, algo que no afectaba a la deuda europea. Así las cosas, el dilema consistía en que Estados Unidos quería seguir cobrando aquel impuesto del 30% para costear Vietnam y, al mismo tiempo, deseaba que sus multinacionales se pudiesen financiar en Europa con sus propios bonos. Y la solución fue ese sabroso sándwich que tanto le gusta ahora a Roures. Las grandes corporaciones americanas necesitadas de financiación instalarían sucursales ficticias en las Antillas Holandesas, país de pandereta controlado de forma apenas encubierta por su antigua potencia colonial, Holanda. Un territorio caribeño donde ni siquiera hacer falta decir que rige la más completa exención de impuestos para extranjeros. Las empresas, pues, emitirían sus bonos desde allí. Y luego, gracias a un flamante tratado internacional firmado entre los Estados Unidos de América y el Gobiernito de broma de las Antillas Holandesas, se garantizaba que las matrices repatriasen todos los beneficios sin pagar nada al fisco norteamericano. Así empezó la historia, luego reproducida y ampliada con nuevos tratados internacionales entre Holanda y su colonia encubierta. Por esa cloaca holandesa ha desaparecido mucho del dinero que hoy necesitarían nuestros hospitales. Y todavía se atreven a mirarnos por encima del hombro. Holanda o la hipocresía luterana.
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