La mayor calamidad política del siglo
Artur Mas encarna la pura irresponsabilidad, la inconsistencia más absoluta, el vacío total, una desoladora ausencia de ideas positivas.
La política catalana está plagada de carteristas, charlatanes, robaperas, descuideros, estafadores, comisionistas, chulánganos, camorristas, vendeburras y caraduras. Es un feraz ecosistema político en el que prosperan los jetas, los desahogados, los amorales y los choricetes del más variado pelaje. Y en medio de una fauna tan prodigiosa, copiosa y digna de estudio sobresale con inusitado brillo y luminosidad uno de los tipos más nefastos de los últimos treinta años, el expresidente de la Generalidad Artur Mas, valido de Pujol, patrocinador de Puigdemont y agente leudante de esa catástrofe llamada Procés.
En Cataluña hubo un virrey que mientras daba lecciones de moralidad pública se lo llevaba crudo con la colaboración de su señora y su numerosa prole, un sistema generalizado de cobro de comisiones para la adjudicación de contratos, unos cargos públicos que no han tenido reparo alguno en negociar con terroristas más toda clase de vividores que han prosperado en un medio apto para rapiñas e imposturas, pero Mas se lleva la palma con diferencia.
Pujol estableció los cimientos de la Cataluña supremacista y xenófoba, convirtió las vísceras en discurso, programó la extinción del español y sentó las bases del separatismo moderno, pero se abstuvo de cometer la clase de barbaridades perpetradas por sus herederos porque eran incompatibles con la dedicación obsesiva al saqueo. Y como no era ningún estúpido sabía además que independencia equivalía a ruina.
En cambio Mas no tuvo ningún reparo en precipitarse por los barrancos que había esquivado su padre político. En parte, por complejo, pues Artur era un chico que casi solo hablaba español y cuya familia carecía de pedigrí nacionalista. Rodeado de talibanes tipo Rull y Turull y de los hijos del capo, Mas se convirtó en el más fanático de los conversos, una especie de ayatolá con tupé ataviado de liberal.
Cuando accedió a la presidencia de la Generalidad dio rienda suelta a los instintos de los hijos de Pujol y sus amigos con dos objetivos fundamentales: tapar la corrupción y echar la culpa al resto de España de los recortes a los que se veía obligado su Gobierno por el estado en el que habían quedado las arcas públicas tras el pujolismo, el descontrol de los Gobiernos de Maragall y Montilla y la crisis que comenzó a finales de la primera década del siglo. Y de ahí salió el Procés, el odio, la ruptura, los enfrentamientos, la quiebra y el colapso de una economía y una sociedad que habían resistido años de pujolismo con la guinda de los tripartitos.
Mas podría haber optado por gobernar y aguantar el temporal del descontento social, pero prefirió decir aquello de "España nos roba" y echarse en brazos de los antisistema de la CUP, los mismos que después del primer referéndum separatista, el del 9 de noviembre de 2014, le echaron a la papelera de la Historia. Ahora amenaza con salir del contenedor gracias a que solo fue condenado a dos años de inhabilitación. Cree que puede completar lo que inició en 2012, la fase final de la independencia, y va por las esquinas diciendo que no quiere ser candidato pero que "una cosa es lo que uno quiere y otra, lo que acaba pasando".
Encarna la pura irresponsabilidad, la inconsistencia más absoluta, el vacío total, una desoladora ausencia de ideas positivas. Es, en suma, el fruto más depurado de años y años de ciénaga catalana, un sujeto a la altura de las mentiras del nacionalismo, un auténtico peligro público, el hombre con el que empezó todo y probablemente la mayor calamidad política del siglo XXI, por encima incluso de Junqueras y Torra. Puigdemont a su lado es un tío de fiar.
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