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Zoé Valdés

Lo peor del exilio

No sé ustedes, cubanos míos, pero un día vengaremos a nuestros exiliados muertos. Es mi firme propósito.

Desperté con varias ideas rondándome, con probabilidad de ser tratadas en la columna o tribuna con la que colaboro en este medio. Estaba dudando entre tocar a profundidad el tema de la prostitución de adolescentes en Baleares, en una institución tutelada por el PSOE, o en lo de alertar acerca de la posibilidad de que las cintas del Delcygate se borraran por misterio ‘abracadabroso’; o quizás acerca de la lucha a todo coste por la alcaldía de París, en la que todo vale, incluido destruir a una familia mediante vídeos que debieran formar parte exclusivamente de la vida privada, y no del recochineo politiquero.

Pero se ha muerto alguien cercano. Y, se me vuelve a paralizar la mente, la vida en vilo, en una especie de congelamiento aniquilador. La mirada perpleja, hundida en lo más recóndito de mi odio. Ese odio tan necesario cuando nos han negado cualquier posibilidad de justicia. Ese odio tan seco, y hasta saludable, que nutre el anhelo de venganza.

No lo conocía personalmente. Era el esposo de una muy buena amiga, a quien encontré en este desperdigamiento del exilio cubano, que ha trascendido ampliamente en internet, blogs y redes sociales. Cubanos ambos, exiliados en Venezuela, allí los atrapó el horror castro-chavista. Allí les nació su única hija. Una niña muy deseada y amada, una joven mujer inteligente y admirable. Decidieron enviarla con mucho esfuerzo lejos del espanto, a Europa, a estudiar en Francia. De tal modo conocí en persona a la muchacha, y después a la madre, cuando por fin pudo viajar a visitarla. El padre debió quedarse al cuidado de sus responsabilidades y de sus modestos bienes. Era un hombre bueno, trabajador, un mejor esposo, un padre ejemplar.

No lo conocí en persona, reitero, y sin embargo tuvo conmigo un detalle muy especial: necesité un libro que sólo existía en una librería de una ciudad de Venezuela. Allá llamó ella, indagó con la librera, fue a buscar y consiguió el libro; él le dio el dinero para que yo lo tuviera. Nunca lo olvidaré. Jamás olvidaré ese gesto.

Con la madre, amiga tan apreciada, y con su hija, recorrí toda una tarde las calles de Lyon. El día en que las conocí supe que serían amigas de resistencia; y a través de ellas comprobé que también él, aunque más entonces en la distancia. Albergaba la idea de que, por fin, en un futuro quizás ya no tan lejano, pudiera agradecerle de viva voz, estrecharle las manos. No pudo ser.

Lo he dicho otras veces: el exilio no es un regalo. El exilio es la peor de las puniciones, un castigo injustificable. Pero lo que yo particularmente no puedo perdonar es la muerte de tanta gente de bien en este exilio ya tan largo y penoso. No consigo soportarlo, no lo perdonaré nunca. Nunca.

Todo se me remueve por dentro, la muerte de mis padres, la de mi mejor amigo, la de tantos conocidos, cuando otra muerte como esta ocurre. Cuando debo enfrentar otra vez la desaparición física de un hombre de bien, de alguien que desde su discreción aportaba sostén, amor y ternura, me desplomo sin remedio.

No sé si deba dar sus nombres, no quisiera agobiarlas ahora con eso. En todo caso, I. y C. saben que aquí me tienen. A H. toda la gloria que merece. No sé ustedes, cubanos míos, pero un día vengaremos a nuestros exiliados muertos. Es mi firme propósito.

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