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Jesús Laínz

Nueve millones de inmigrantes

La opción está clara: ¿se quiere o no se quiere conservar para las generaciones venideras lo que Europa ha sido hasta este momento?

Inmigrantes en el CETI de Ceuta | EFE

Aunque, evidentemente, se trate de un asunto perenne, el flamante ministro de Inclusión, Seguridad Social, Migraciones y No Sé Cuántas Cosas Más, José Luis Escrivá, ha vuelvo a ponerlo sobre el tapete. Según él, España necesitará en las tres próximas décadas nueve millones de inmigrantes, la quinta parte de su población actual, para mantener el sistema económico y de prestaciones sociales. Sabedor de la creciente oposición de los españoles, igual que los demás europeos, a una inmigración de la que ya están hartos, el ministro ha añadido que se trata de algo que "habrá que explicar" a la sociedad. Consultarlo no, explicarlo. Curiosa imposición que a ningún campeón de las urnas jamás le ha llamado la atención.

Efectivamente, podría el ministro empezar a explicárselo a los millones de parados del país con mayor porcentaje de paro de la Unión Europea. ¿Que hay muchos españoles que no desean hacer ciertos tipo de trabajos y por eso hay que traer mano de obra de fuera? Es probable, pero también hay muchos españoles dispuestos a trabajar en lo que sea y que no tienen fácil conseguirlo. En cuanto a los vagos, cortando el grifo del dinerito se les quitaba la vagancia instantáneamente.

Otro de los detalles que habría que explicar es la falsa excusa del pago de las pensiones, porque no es cierto que millones de trabajadores muy poco cualificados, receptores de sueldos bajos, vayan a poder cubrir las prestaciones de los jubilados de hoy ni las suyas del futuro, del mismo modo que los inmigrantes llegados en el último cuarto de siglo tampoco han conseguido cubrirlas, como erraron Aznar y Zapatero para justificar la riada inmigratoria. Además, no olvidemos el inmenso porcentaje de inmigrantes establecidos en España que no trabajan y, lejos de aportar, ya se han acostumbrado a vivir de los impuestos pagados por todos los españoles. Y de la delincuencia y el parasitismo de cientos de miles de ellos, mejor ni hablar para no acabar en la cárcel.

Pero hoy nos olvidaremos de la vertiente económica del asunto para atender a cuestiones más de fondo. Porque suele defenderse la inmigración de americanos, africanos y asiáticos en Europa con el argumento de que, si bien se trata de un fenómeno lamentable para quienes deben abandonar sus hogares y frecuentemente causante de problemas en los países de recepción, los europeos estamos en deuda con los habitantes de nuestros antiguos imperios y colonias.

Según esta forma de ver las cosas, tendríamos una obligación moral de compensar los efectos negativos de la extraordinaria expansión de Europa desde el siglo XV. Pero, si se entiende que la expansión europea fue un mal porque la ocupación de otros territorios es ilegítima y porque causa violencia, dominación y desarraigo, ¿por qué se tienen en cuenta esos males cuando se producen en una dirección y no cuando lo hacen en la contraria? ¿Por qué es un mal que los europeos ocupen África y no lo es que los africanos ocupen Europa, y en una proporción gigantesca en comparación con los colonizadores europeos? Y aun en el caso de que se acepte que ambas son situaciones patológicas, ¿por qué se entiende que un mal ha de ser solucionado con otro mal?

Además, no se trata de fenómenos equivalentes. Sin entrar en valoraciones morales, las diferencias son enormes tanto en sus causas como en sus métodos y, sobre todo, en sus consecuencias. La ocupación europea fue una conquista militar que instauró la presencia de los europeos en territorios de otros continentes según el derecho de conquista, ése que ha sido la principal fuente de legitimación política desde que el mundo es mundo. Quien lo niegue es un mojigato. Por el contrario, la invasión tercermundista de Europa es pacífica y mendicante.

Al llegar a los nuevos territorios, los europeos crearon estructuras políticas donde no las había o superpusieron las suyas a las preexistentes. Los inmigrantes actuales llegan a Europa para introducirse en estructuras estatales firmemente establecidas desde hace muchos siglos, en buena parte, no debe olvidarse, debido a su incapacidad para crear estructuras análogas en sus países de origen.

Finalmente, por regla general, los colonizadores europeos fueron una exigua minoría rectora entre la masa de población autóctona, que, en la mayoría de los casos, quedó intacta al regresar aquéllos a sus metrópolis. Por el contrario, la masa creciente de inmigrantes extraeuropeos permite dudar que la población europea siga existiendo en tiempos venideros.

Esto debería provocarnos serias reflexiones sobre el futuro de Europa. Pues la última invasión masiva y generalizada que sufrió nuestro continente, y que cambió regímenes políticos, fronteras, ideas, lenguas, religiones y hasta las poblaciones que en ella se asentaban, fue la de los bárbaros sobre el Imperio Romano. A partir de ese momento todo cambió. La historia del mundo tomó un rumbo nuevo que cerró muchas puertas y abrió otras muchas. Cayó el orden imperial y fue sustituido por decenas de reinos que conformarían los gérmenes de las naciones europeas tal como hoy seguimos conociéndolas.

Mil quinientos años han pasado sobre el mundo nacido en aquel entonces. Y ahora vuelve a suceder lo mismo. Evidentemente, la baja natalidad de los europeos, el genocidio del aborto y la inmigración masiva de otros Continentes han empezado a provocar cambios de parecida magnitud. El Dalai Lama lo ha advertido con palabras estruendosamente silenciadas y que habrían provocado su lapidación mediática si hubieran salido de labios de un europeo: "Europa será musulmana o africana si los inmigrantes no regresan a sus países. Conserven Europa para los europeos".

La opción está clara: ¿se quiere o no se quiere conservar para las generaciones venideras lo que Europa ha sido hasta este momento? Si se llega a la conclusión de que Europa y todo lo que ello implica –en lo político, lo cultural, lo artístico, lo jurídico, lo moral, lo religioso, lo humano– no es digno de conservarse, habrá que tomar un tipo de decisiones, en concreto las que se están tomando desde hace más de medio siglo. Pero si se llega a la conclusión contraria, las decisiones a tomar serían muy distintas. Por el momento, y a pesar de ciertos síntomas que quizá insinúen que algunas cosas están cambiando, probablemente demasiado tarde, parece que los dirigentes europeos con su acción, y los ciudadanos europeos con su omisión, han optado por lo primero.

Se trata, evidentemente, de una opción tan legítima como otra cualquiera. Pero téngase en cuenta que, al igual que tras el cataclismo de 476 no hubo marcha atrás, ahora tampoco la habrá.

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