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José García Domínguez

Iván Redondo tiene un pin

Confieso que estoy empezando a respetar a ese Iván Redondo. Porque yo respeto a la gente que se gana el sueldo.

Iván Redondo | EFE

Confieso que estoy empezando a respetar a ese Iván Redondo. Porque yo respeto a la gente que se gana el sueldo. Y alguien capaz de conseguir que toda la derecha española, toda, sin excepción, empezando por los líderes y segundones de sus tres obediencias circunstanciales y acabando por sus medios de comunicación afines, toda ella, se haya puesto a discutir de un pin, ¡de un pin!, mientras la gobernanza del país depende de un recluso mentalmente desquiciado y dado a la retórica escatológica, sin duda alguna, merece el dinero que se lleva a casa cada fin de mes. Y es que aquí estamos gastando tiempo, tinta y saliva con lo del pin porque Redondo, que es un profesional de lo suyo, y admirable además, decidió que aquí se iba a hablar de un pin. De un pin y solo de un pin. Bien, pues dicho y hecho. El vicepresidente Iglesias, que es otro hombre al que yo respeto, porque yo también respeto a los políticos capaces de diseñar estrategias que conducen a la Moncloa y no a las páginas de relleno de la prensa rosa, dijo hace bien poco en una entrevista que la política es una cuestión de espacios. Y, efectivamente, en esencia es eso: una simple cuestión de espacios. Espacios que, igual en España que en tantos otros países de Europa, dieron en fragmentarse de modo acelerado a consecuencia de las heridas y cicatrices que fue dejando en el tejido social de Occidente la Gran Recesión de 2008.

Heridas y cicatrices que aún hoy están lejos de haberse curado del todo, por lo demás. Pero nada hay estrictamente unidimensional en los fenómenos políticos. Tampoco en los políticos. La división en tres del antiguo bloque que en su momento había pastoreado el Partido Popular obedeció a razones complejas en las que, de entrada, primó a la frustración generacional de un segmento de la población joven y afín a lo conservador que veía mutilado su horizonte personal por la virulencia de la crisis, crisis cuya génesis asociaba a la corrupción de las élites gobernantes, tanto las socialdemócratas como las populares. Pero, junto a ese elemento de irritación moral que compartían con los electores de Podemos en la izquierda, el factor catalán, a diferencia de lo que ocurriría en la izquierda, acabaría siendo tan o incluso más determinante como catalizador de la disidencia de antiguos fieles al PP irritados ante el paniaguado tancredismo de la anterior dirección del partido. Elemento, el de la identidad nacional amenazada que galvaniza a la derecha civil, que llevó a que se leyera de modo erróneo la ruptura de la antigua coalición de electores sobre la que se habían asentado las grandes mayorías del Partido Popular. Porque, al igual que ocurre en Francia o en Italia, la derecha española ya no es ahora mismo lo suficientemente homogénea desde todos los puntos de vista como para que se la pueda identificar con un único partido, el PP.

Pero el gran error que cometimos tantos en su día fue creer que la eclosión nacional de Ciudadanos respondía a esa mutación sociológica entre una derecha tradicional representada por las antiguas clases medias de la España interior y una nueva derecha más liberal, joven, urbana e integrada en los sectores modernizados de la economía. Esa división ciertamente existía, y existirá cada vez más, pero su alcance cuantitativo resultó ser muchísimo menor que el espejismo de los resultados del mejor Rivera nos había hecho creer. Para muchos de aquellos electores, y eso fue lo que no supimos ver, Ciudadanos solo era un partido de usar y tirar a la espera de que surgieran otras ofertas programáticas más firmes con la cuestión nacional en el ámbito de la derecha clásica. Eso es Vox. Pero también Pablo Casado.Y ahí han acabado los votantes golondrina de Ciudadanos. Pero hay otro millón, nada menos que un millón, de antiguos electores de Ciudadanos que no voló hacia ninguna parte, sino que, como es sabido, se quedó en casa el día de las elecciones. Ese millón de huérfanos es el que decidirá el nombre el próximo presidente del Gobierno. Unos huérfanos laicos y laicistas que en el plano de los valores morales, las costumbres y la ética civil se identifican de modo muy mayoritario, hegemónico, con las actitudes estándar propias de la modernidad secularizada contemporánea. Así las cosas, si el gran debate va a girar en torno a un pin, ese millón de papeletas electorales tendrán muchas, muchísimas más posibilidades de acabar más pronto que tarde en en el zurrón del PSOE. Y Redondo lo sabe. Por eso ha ordenado que aquí se hable de un pin. De un pin y solo de un pin. Lo dicho, ese hombre se sabe ganar el sueldo. Y mi respeto.

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