Un debate sobre la identidad nacional
Una de las imágenes que quedarán será la de los diputados del PSOE en silencio mientras se escuchaban vivas al Rey, a la Constitución y a España.
Una de las imágenes que quedarán del muy histórico pleno del Congreso de estos días será la de los diputados del PSOE en silencio mientras se escuchaban vivas al Rey, a la Constitución y a España. Ahí está casi todo. Con Pedro Sánchez a la cabeza, el PSOE ha hecho de la Corona, la Constitución y la nación española materia de división partidista.
Es la consecuencia inmediata de la negativa, propia del progresismo y del socialismo españoles, a conceder legitimidad democrática a quienes no comparten sus ideas y sus obsesiones. Eso es lo que está en el fondo de lo que hemos visto estos días y de lo que veremos en los próximos años. No se trata sólo de ambición personal, como la que demuestra Sánchez. Estas no podría alcanzar el punto al que ha llegado si no estuviera sostenida por algo que hace verosímil, y aceptable, que un candidato a la Presidencia del Gobierno trate con desprecio y hostilidad a todos aquellos que defienden la unidad y la continuidad de la nación española y en cambio se muestre amigable, y obsequioso, con quienes tienen como objetivo primero de su política la destrucción de la nación de la que quiere ser presidente el candidato.
Para explicar esta posición, Sánchez aduce la diversidad intrínseca de la naturaleza de la nación española. La nación española está compuesta de diversas sensibilidades –y ya se sabe que lo de las sensibilidades no admite discusión alguna–, que dan pie a comunidades políticas, pueblos o naciones, que esa nación española debe reconocer como tales si quiere reconciliarse con su verdadera naturaleza.
Llegamos así a un concepto muy particular de la nacionalidad. Por un lado, volvemos a los años 70, antes del debate y la redacción de la Constitución, cuando el PSOE preconizaba la existencia de diversos pueblos españoles y la necesidad de reconocerlos como tales para una construcción viable de la nación española, que entonces era una República federal y ahora es un Estado igualmente federal.
Por otro, estamos ante una nueva reflexión sobre la identidad, esta vez nacional, que otorga a esta una forma móvil, cambiante, subjetiva. Hasta hace poco tiempo, todo lo que esto último implica tenía una realidad propia, al margen de lo que constituye la comunidad política. España podía haber sido un gran ejemplo de esta posibilidad que combinaba unidad política y pluralismo cultural, además de político. Ya no es así. Ahora la identidad nacional también se declina en dimensiones variables, cambiantes según el emplazamiento, la historia y la sensibilidad, entre otros muchos factores, del sujeto.
De ahí la virulencia de Sánchez contra aquellos que no comparten su idea de la nación. No sólo ofrecen una posición discrepante. Es que esta posición, incompatible con la primera, reprime lo que se consideran derechos –derechos básicos–, porque así pasan a ser consideradas las variables subjetivas de esa nacionalidad. Sánchez ni siquiera se plantea la posibilidad –el hecho, en términos históricos– de que en el interior de esas identidades nacionales (hasta ahora subnacionales con respecto a la española) exista a su vez una nueva diversidad que debería ser tenida en cuenta a la hora de construir la nacionalidad correspondiente.
Como es de rigor en el progresismo español, Sánchez no se toma en serio la diversidad o, por utilizar un término menos cargado de demagogia, el pluralismo. Ni el pluralismo político, elemento puramente instrumental siempre, ni el de las identidades, incluidas las nacionales. Lo que le ocupa, o lo que le obsesiona, es la unidad nacional española. Y para adaptarla a su propio concepto está dispuesto a enarbolar una forma de diversidad que aspira a acabar con el pluralismo allí donde se implante y que, por lo tanto, y como ya está demostrado en el País Vasco y en Cataluña, aspira a acabar con cualquier posible dimensión española de su propia identidad.
Por el momento, el experimento iniciado por Pedro Sánchez y el PSOE nos conduce a una situación en la que los excluidos son quienes afirman la unidad y la identidad nacional españolas. Mientras tanto, dialogan o conversan entre ellos –colmo de la tolerancia, la civilización y la cultura– los que la niegan por represora o prescinden de ella como de un trasto inútil y anticuado. Un estorbo. España, la Corona, la Constitución han dejado de ser elementos comunes a todos los españoles. Su valor y su vigencia dependerán a partir de ahora de la perspectiva en la que cada cual se sitúe. De pronto cuaja en su significado político el gigantesco esfuerzo de deconstrucción (antes se decía ‘demolición’) realizado durante tantos años.
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