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José García Domínguez

Bailando con Iceta

Llegará muy lejos. Para nuestra desgracia.

Pedro Sánchez y Miquel Iceta, en Barcelona | EFE

Miquel Iceta i Llorens es lo más parecido a Rodolfo Martín Villa que la siempre meliflua y camaleónica socialdemocracia catalana ha sido capaz de generar a lo largo de su historia. Martín Villa, aquel falangista leonés, miope, alpinista y taimado que, según reza la leyenda, nació sentado en un coche oficial. Así, el cuasi doncel Iceta ya disponía con apenas dieciocho añitos cumplidos de su propio despacho oficial con secretaria y todo, amén de un sueldo de liberado con catorce pagas más dietas, en la legendaria sede de la calle Nicaragua del PSC, allá muy al principio de la década de los ochenta. Una sede y un despacho en los que ha transcurrido su vida. Aunque no sería, sin embargo, el más precoz de los actuales dirigentes del partido. Le gana, si bien por muy poco, su íntimo José Zaragoza, el eterno hombre de las navajas y de los maletines en el aparato, quien, siendo todavía menor de edad, hacía y deshacía a su antojo candidaturas municipales en el Bajo Llobregat. Acaso el que mejor supo definir al actual primer secretario del PSC fue Narcís Serra, su empleador durante una temporada a modo de fontanero para todo en la sede de la Vicepresidencia del Gobierno, en Madrid. A decir de Serra, la lealtad de Iceta dura menos que la fecha de caducidad de los yogures. Pero quizá fue demasiado generoso con el plazo.

Por lo demás, en su ya larga vida de apparatchik solo cometió Iceta un error grave, una imprudencia profesional impropia en alguien de su pericia. Fue cuando se le ocurrió firmar con su nombre y apellido tres artículos, nada menos que tres, en El País para defender al jefe de Filesa, Josep Maria Sala, quien además era su propio superior directo y compañero de despacho en Nicaragua, después de que los jueces lo metieran en la cárcel. Sobre el recluso y convicto Sala, un tipo despótico y particularmente desagradable con sus subordinados hacia el que nadie en el aparato sentía nada parecido al aprecio personal, escribiría entonces Iceta: "Y si la sentencia es injusta, lo es doblemente para Josep Maria Sala, persona inocente condenada por delitos que no cometió. En el PSC sabemos bien que no tuvo nada que ver con delito o irregularidad alguna. Nunca tuvo relación con Filesa. Es lógico que se piense que los socialistas proclamamos su inocencia por razones políticas y de solidaridad personal. Pero lo relevante es que la sentencia no prueba su culpabilidad, vulnerando así la presunción de inocencia". Es el único borrón público en su expediente. El único. Ya se sabe, gajes del oficio. Pero ahora es el jefe. Y tras la escasamente heroica fuga de todos los dirigentes catalanes de Ciudadanos con rumbo a las tierras más sosegadas y plácidas de la Meseta, el hombre del futuro en el país petit.

Además de una gran inteligencia, atributo extraño en la clase política actual que cualquiera que le trate acierta a reconocer de inmediato, a Iceta le adorna otra cualidad personal de la que carecían los líderes de Ciudadanos que en su efímero instante encabezaron el constitucionalismo local. Porque Iceta, a diferencia tanto de Arrimadas como de su actual suplente, posee pedigrí catalanista. Algo fundamental, el pedigrí, en los complejos códigos no escritos por los que se rige una sociedad tan hermética y turbiamente hipócrita como la catalana. Por mucho que se esforzara la pobre, a Arrimadas nunca la consideraron una catalana de verdad. Pero a él sí lo reconocen como unos de los suyos. Y eso es importante. Muy importante. Es muy importante porque únicamente alguien adornado con ese atributo innato e intransferible podría en la Cataluña actual lograr un eventual trasvase significativo de votos entre los dos bloque pétreos en que hoy está dividida la población. Es su gran baza innombrable. Llegará muy lejos. Para nuestra desgracia.

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