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Javier Gómez de Liaño

Escrito a la sombra del Archivo de Salamanca

Cuando un archivo se desguaza, lo mismo que cuando un país se descuartiza, es como cuando una empresa se descapitaliza. Lo que espera es la quiebra.

Archivo de Salamanca | Archivo

Este periódico en el que ahora escribo ha sido distinguido con el premio "Salvar el Archivo" de Salamanca que concede la asociación del mismo nombre y preside el historiador Policarpo Sánchez. El motivo es doble: uno, su "apoyo permanente para recuperar un archivo que representa la unidad de España"; otro, el compromiso de Federico Jiménez Losantos para denunciar el expolio y pedir públicamente la devolución de los documentos ilegalmente entregados a la Generalidad de Cataluña. La asociación lleva años advirtiendo de los planes del actual Gobierno de sacar 43.000 documentos del centro salmantino y afirma que el interés de Cataluña por ellos y por los 400.000 que ya han salido es "puramente ideológico".

En su día, el salmantino Jesús Caldera –natural de Béjar, para más señas– y a la sazón ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, dijo que "los papeles del Archivo de esta ciudad que reclama la Generalitat irán a Cataluña porque la reclamación es legítima", cosa que también pensaron los miembros de una subcomisión jurídica creada al efecto cuando sostuvieron que la Generalitat no hacía más que ejercer su derecho a reivindicar los documentos. A mi juicio, ambas consideraciones son erróneas, como equivocada es la tesis de "la propiedad jurídica de la Generalitat de los documentos incautados". Quiérase o no, Castilla y León y Cataluña son patrimonio de todos los españoles.

En mi condición de gallego de nacimiento, salmantino de origen y, vocación, y de residente que he sido de Asturias, Extremadura, Cataluña y, por último, de Madrid, pienso que en este asunto se equivocan quienes patrocinan la tesis en favor del traslado y llevan años apostando por un archivo desmembrado. También que actúan de espaldas a la realidad jurídica e histórica. Guste o disguste, Cataluña fue ocupada, en 1939, por tropas españolas de uno de los bandos en guerra civil, en el que, entre otros paisanos, militaban catalanes. No se trataba del ejército de un país extranjero. Por entonces, igual que ahora, la Generalidad era Estado español y la incautación convirtió aquellos bienes republicanos en propiedad del Estado. Después, a partir de la Constitución de 1978, el Estado democrático siguió siendo el titular estatal de esos fondos. Por tanto, siendo el Archivo un bien demanial o de dominio público, parece evidente que "esos bienes" son imprescriptibles, inalienables e irreivindicables.

Hoy por hoy, lo que la mayoría de la gente piensa es que la reclamación de los controvertidos documentos por parte de los nacionalistas catalanes no es más que un pretexto político y que, tras el conflicto, se agazapa el miserable tufo del enfrentamiento con España y su unidad, aparte de cierta dosis de racismo. Admito que la afirmación pueda resultar algo drástica; tanto como desoladora quizá sea la imagen de España que dejo reflejada, pero la culpa no es mía. Por amarga que sea, ésta es la pura verdad. El nacionalismo radical es el cáncer de un Estado donde, entre otros tumores, la violencia, incluida la terrorista, siempre encontró su mejor caldo de cultivo, y lo primero que un enfermo necesita para sanar es saber que está enfermo; lo segundo, tener ganas de luchar contra la enfermedad; y, por último, que haya suerte y que el tratamiento haga efecto.

La unidad de España, como Estado, es irrenunciable e indiscutible y la idea de una España divida en naciones o nacionalidades es un modelo teórico que hace demasiadas concesiones a la fantasía y resulta alejado del actual sistema constitucional. Lo sentenció Julián Marías: "los nacionalismos son patéticos intentos de fingir naciones donde no las hay". Y es que digan lo que algunos dicen, en España sólo hay una nación que es la española, patria común e indivisible de todos los españoles. Así lo proclama el artículo 2 de la Constitución, como también declara que España se forma de nacionalidades y regiones. Pero lo que no dice es que sea una nación de naciones ni que nuestro Estado español sea plurinacional.

Uno de los españoles más preocupados por aclarar qué es España nos dejó dicho que "ni en Occidente, ni en Oriente, hay nada análogo a España, y sus valores son muy altos y únicos en su especie. Son irreductiblemente españoles La Celestina, Cervantes, Velázquez, Goya, Unamuno, Picasso y Falla. Hay en todos ellos un quid último que es español y nada más". Se me ocurre si acaso estas aleccionadoras palabras de Américo Castro no habría que tenerlas muy presentes en el análisis de la actual corriente secesionista.

En fin. En España no es saludable que se descomponga nada. Yo daría cualquier cosa por convencer a los expertos y no tan expertos de que cuando un archivo se desguaza, lo mismo que cuando un país se descuartiza, es como cuando una empresa se descapitaliza, que a la vuelta de la esquina lo que espera es la quiebra.

Cuando estoy a punto de concluir este texto, hablo por teléfono con un salmantino de pura cepa del que fui compañero de carrera en la Facultad de Derecho. Le pregunto cómo está el asunto de nuestros "papeles del archivo". Me dice que la cosa pinta mal y que él aconseja hacer guardia a la puerta del Colegio de San Ambrosio donde descansan en un duermevela. También me cuenta que ayer, bajo los soportales de la Plaza Mayor, con las manos a la espalda, algo caída de hombros, vio pasear, silenciosa, la silueta de Gonzalo Torrente Ballester, defensor a ultranza de la integridad del Archivo de la Guerra Civil.

En Salamanca, lo mismo que en toda la vieja Castilla, aunque haga un frío despiadado la gente anda con la cabeza alta y el mirar quieto. Salamanca siempre está dispuesta a ofrecer, pero ante la ofensa y la humillación, al grito de ¡nos asaltan!, la semilla del honor despierta hasta las piedras.

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