El muro que se cayó
La semana pasada se cumplieron treinta años de la destrucción del Muro de Berlín por unos alemanes orientales hartos de la tiranía comunista.
Contaba el capitán Palacios a través de la pluma de Torcuato Luca de Tena que, durante el largo cautiverio de los divisionarios en los campos de concentración soviéticos, a veces los sacaban a trabajar más allá de las alambradas aprovechando el tiempo veraniego. En alguna ocasión pudieron charlar con las trabajadoras de un koljós de los alrededores, que nunca habían tratado con extranjeros, a los que veían como seres de otro mundo. Cuando los españoles, junto con otros prisioneros alemanes e italianos, comentaban sus anécdotas, enseñaban sus fotografías, hablaban de sus familias, de las novias que habían dejado atrás o de los lugares que habían conocido en sus viajes, las jóvenes rusas se echaban a reír porque pensaban que las estaban tomando el pelo para hacerse los interesantes. No eran capaces de comprender que en la Europa occidental las personas no estuvieran atadas a un koljós, que pudieran cambiar de trabajo libremente, que pudieran tener coche y, sobre todo, que pudieran viajar a donde quisieran, tanto dentro como fuera de sus países, sin pedir permiso a nadie, sin necesitar salvoconductos y sin ser perseguidos por estar escapándose. "¡Propaganda fascista!", reían despectivas aquellas campesinas que, por su juventud, no habían conocido otra cosa que el régimen comunista.
Fueron pasando los años de la posguerra, en los que fue quedando cada día más clara la diferencia entre un oeste próspero y un este depauperado. Como los alemanes fueron los que más fácilmente pudieron comprobarlo, uno de cada cinco ciudadanos de la RDA, alrededor de tres millones y medio, se pasó a la RFA. Para que el paraíso socialista no se les quedara vacío, sus dirigentes decidieron levantar un muro con la excusa de proteger a su población de elementos fascistas que conspiraban para impedir la construcción de un Estado socialista en la Alemania oriental. Recibió el divertido nombre de Antifaschistischer Schutzwall, Muro de protección antifascista. En sus veintiocho años de existencia, desde 1961 hasta el derrumbe del comunismo en 1989, decenas de miles de alemanes orientales intentaron escapar de aquella inmensa prisión saltándolo. Alrededor de cinco mil lo consiguieron. Se calculan en dos centenares los que, por disparos de los guardias o por explosión de las minas, dejaron su vida en el intento. Y miles fueron detenidos y encarcelados.
Setenta años de paraíso socialista dieron para muchas fugas, alguna de ellas épica, como la del oceanógrafo Stanislav Kurilov. Harto de la tiranía, decidió pasarse al mundo libre aprovechando un crucero de los que el Partido organizaba de vez en cuando para premiar a los funcionarios eficientes. Aquellos cruceros consistían en un viaje de ida y vuelta a los mares tropicales sin tocar en ningún puerto para evitar que los ciudadanos agraciados pudieran ver cómo se vivía en el mundo capitalista y les entraran ganas de no volver a embarcar. Kurilov estudió detenidamente vientos, corrientes y otros detalles de las aguas por las que iba a pasar el Sovetsky Soyuz en su travesía desde Vladivostok hasta el ecuador. Experto nadador, decidió que el punto más adecuado para saltar por la borda sería cuando pasaran por el mar de Filipinas. Y así lo hizo la tormentosa noche del 13 de diciembre de 1974. Tras tres días nadando en aguas agitadas plagadas de tiburones, y a punto de morir de extenuación, consiguió alcanzar las costas filipinas y la libertad.
Dos años más tarde, el piloto militar Víktor Belenko, que prestaba servicio en el extremo oriente ruso, aprovechó uno de sus vuelos para huir a Japón, tras lo que el gobierno de Gerald Ford le concedió asilo político. Cuando entró por primera vez en un supermercado estadounidense, le asombró la cantidad inmensa de productos y la ausencia de colas, situación opuesta a la de la URSS. Ignorante de la lengua inglesa, compró algunas latas sin saber bien qué contenían. Cuando probó una de carne, le pareció deliciosa. Hasta que un conocido le informó de que se trataba de comida para gatos. Belenko respondió que era mucho mejor que la carne enlatada que comían los humanos en Rusia. La consecuencia más importante de su deserción fue la limitación de combustible para los aviones que operasen en las zonas limítrofes de la URSS con el fin de evitar que a otros aviadores les tentase la idea de escapar, lo que ya había sucedido antes y seguiría sucediendo después, como durante la ocupación de Afganistán.
La semana pasada se cumplieron treinta años de la destrucción del Muro de Berlín por unos alemanes orientales hartos de la tiranía comunista, transcendental efeméride de la historia contemporánea que fue narrada por TVE, a las órdenes del Sóviet Supremo de la Moncloa, sin mencionar la palabra "comunismo". Para no contaminar la virginidad cognitiva con la que las nuevas generaciones salen de las aulas progresistas, la televisión supuestamente neutral, pagada por todos los españoles, informó de aquel acontecimiento de importancia universal sin mencionar cómo se destruyó el Muro de Berlín, por qué se destruyó, quiénes lo destruyeron y, mucho menos aún, quiénes lo construyeron y por qué. La idea transmitida a millones de televidentes fue que se trató de un muro que un día de 1989 se cayó.
Por cierto, el comunista con piscina que, según parece, va ser nuestro próximo vicepresidente del gobierno declaró hace seis años que "la caída del Muro fue una mala noticia para todos".
A disfrutar de lo votado, pues.
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