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Javier Somalo

Franco y el paréntesis de la Democracia

No le faltaba razón a Santiago Abascal cuando dijo que, en realidad, la meta última de esta corriente revisionista con forma de Ley es el fin de la monarquía.

La gran mayoría de los que tuvieron algo que ver en la Transición fueron monárquicos tan convencidos como el propio Franco. Tras no pocas tensiones con los legitimistas que, a izquierda y derecha, y de las formas más variopintas, veían en don Juan la reinstauración borbónica tras la dictadura, Franco tomó la decisión de saltarse la línea dinástica –costumbre ya arraigada en los Borbones– y forjar a un niño llamado Juan Carlos como sucesor… de nada en absoluto. Porque, por aquel entonces, después de Franco no había absolutamente nada.

Quizá eso explique la razón de tantos vértigos en la camarilla de El Pardo –que sí ansiaba una herencia política y metía inútilmente la nariz en cada asunto desde que Franco enfermó de verdad– y quizá también por ello nadie sabía qué hacer o decir tras cada parte médico del famoso "equipo habitual", más allá de alargar la agonía y ganar tiempo al tiempo.

Franco no ató el destino de España a su familia o a su círculo más próximo, que bien pudo hacerlo, sino a Juan Carlos de Borbón, hijo del primogénito del último rey que hubo antes de la Segunda República, Alfonso XIII. Y muchos, por no decir todos, advirtieron con el tiempo que Juan Carlos pondría fin a la dictadura para entrar cuanto antes y de lleno en un sistema democrático de partidos políticos. Acabaron sabiéndolo hasta las Cortes franquistas y aun así dejaron la llave en el felpudo para que se abriera la democracia, a través de la Ley de Reforma Política, protagonizando lo que se conoció después como el "harakiri" del Régimen.

Hubo lógicas reticencias y simbólicas protestas –¡eran las cortes franquistas!– reflejadas en aquel apabullante resultado de 425 votos a favor 59 en contra y 13 abstenciones. Incluso hoy –o sobre todo hoy–, con tanta ronda estéril de consultas, resulta sobrecogedora aquella decisión de autodestrucción para no constituir un obstáculo. Se entiende pues, que al PSOE le duela profundamente el origen de nuestra democracia ya que ellos andaban desaparecidos por entonces. No se puede decir lo mismo del PCE, que se jugó el tipo y después facilitó la concordia nacional. También se explican pues, los resquemores izquierdistas actuales contra aquel comunismo que asumió la bandera española y el respeto por la monarquía que lo trajo de vuelta. No había otra forma de salir. Y había voluntad de hacerlo. Así llegó la concordia.

El rey colocó a Torcuato Fernández Miranda como presidente de las Cortes y éste consiguió colar a Adolfo Suárez en una terna para ser presidente del Gobierno en contra de cualquier pronóstico… pero de cualquiera. Suárez no aparecía en análisis político alguno y cuando lo hizo sonó a broma. Hacía falta mucho ingenio para crear una tormenta tan perfecta sin dejar un solo cabo al albur de posibles carambolas. Y se hizo. Se suele citar con acierto aquello de que la Transición se construyó "de la Ley a la Ley", pero hay que añadir que eso sólo era posible si además quien lo proponía tenía la autoridad suficiente como para formularlo sin pasar por un simple traidor o un arribista de la nueva situación tras la muerte de Franco. Y Fernández Miranda tenía tal autoridad, lo que se tradujo, en la mayoría de los casos, en un enorme poder de convicción.

Para José Antonio Girón de Velasco, búnker en sí mismo y ariete de la camarilla de El Pardo para eternizar a Franco con más franquismo, el plan suponía borrar, de la noche a la mañana, el legado del caudillo y volver a 1939 satisfaciendo de algún modo la sed de venganza de la izquierda. Pero Torcuato le ofreció reforma, no ruptura. Parece que Suárez llegó a decirle a Girón que la cosa no iría tan lejos como para legalizar al PCE –aún me queda la duda de si alguna vez lo creyó de veras o era una simple herramienta de trabajo que también usó con la cúpula militar–, única izquierda que se arriesgó con Franco vivo. Girón, más franquista que Franco y receloso de cualquier apertura, más aún si era monárquica pese al monarquismo del dictador, concluyó diciendo que no contarían con su voto –era procurador en Cortes y votaría– pero tampoco con su oposición activa y que, en cualquier caso, prefería morir de acuerdo a su conciencia aunque los demás decidieran suicidarse. La duda tardofranquista del "y después, qué" empezaba a despejarse a una velocidad vertiginosa.

Cuántas añejas lealtades se hicieron a un lado para no estorbar gracias a la astucia de los tejedores de la Transición. Como la de Pilar Primo de Rivera, cuya abstención en la votación se debió a que su primo, Miguel Primo de Rivera, era, además de estrecho colaborador de Juan Carlos, de Fernández Miranda y de Adolfo Suárez, uno de los ponentes de aquella Ley. Fue él quien "anunció" a Juan Carlos en julio de 1969 –creyendo que el príncipe todavía no lo sabía– que sería el sucesor de Franco. La alegría del abrazo al que sería Rey de España, el carácter festivo del momento y el perfil bromista de ambos les llevó a caer vestidos a una piscina o, al menos, así ha sido relatado por quienes, como Luis Herrero, conocen bien las pequeñas historias que hicieron posible la Transición.

El rey Juan Carlos nunca lo tuvo fácil en aquellos años y, mientras padecía con angustia los desplantes y maniobras de su padre por la continuidad dinástica que encarnaba y que Franco quebró, preparó a conciencia su labor. Hay abundante documentación que revela hasta qué punto de detalle se asesoró para diseñar la salida de España de la dictadura habiendo jurado los Principios del Movimiento. Sus dudas y frustraciones fueron muchas veces disipadas por Fernández Miranda, capaz de simplificar los grandes problemas de la única manera posible, con dedicación:

"No os angustiéis. Será más fácil de lo que imagináis. Cuando la gente vea que en lugar de Franco hay un rey comprenderá, sin necesidad de explicárselo, que las cosas no pueden continuar como antes".

Es la respuesta de Torcuato a tantos desvelos, relatada por el propio Juan Carlos a José Luis de Vilallonga en el libro de conversaciones titulado El Rey.

Torcuato consiguió todo eso habiendo mantenido inquebrantable su lealtad a Franco hasta la muerte del dictador. Y en ningún momento lo consideró incompatible. Quizá eso sea así porque el propio Franco, como casi todos los dictadores, no quería la prolongación de su régimen más allá de su persona. Los que estaban cerca de él, salvo aquellos que en camarilla buscaban provecho en cualquier debilidad para brillar sin valía, también lo sabían.

De hecho, ante las insistentes preguntas de Juan Carlos a Franco sobre su forma de gobernar, basta citar la frase del dictador, relatada en varias ocasiones por Stanley G. Payne: "¿Para qué quiere que le diga algo? ¡Si usted no va a poder gobernar como yo!". Franco jamás satisfacía la curiosidad de una pregunta, si es que contestaba verbalmente. Quizá en aquella ocasión estuvo más cerca que nunca.

Fue en ese triángulo Juan Carlos-Torcuato-Adolfo donde se perfiló nuestra democracia tras la muerte de Franco. Y no hará falta mucho esfuerzo para deducir que aquello no fue improvisado, que todo venía de antes y que lo que hoy disfrutamos se gestó con Franco vivo y un "sucesor a título de Rey" –nombrado en julio de 1969– que no continuaría a su mentor y que conocía y preparaba a conciencia su misión porque la ansiaba.

Pero todavía los hay que discuten el carácter demócrata de Fernández Miranda o del propio Suárez, que fue secretario general del Movimiento y que, como el Rey, juró los principios franquistas. Sí, todavía hay quienes se atreven a juzgar desde la comodidad del siglo XXI el perfil de ciertas figuras de la Transición. Lógicamente, por la mente de Torcuato no pasaba nada parecido al sistema actual de partidos o, menos aún, la legalización del PCE que ni Suárez contemplaba aunque, como digo, hoy creo que fue un recurso para mantener quietos a generales y azules inmovilistas. Todo eso es lo que hace aún más grande su labor. Hicieron, en su tiempo, lo que no había más remedio que hacer sin caer en la tentación de imaginar lo mucho que se alejaría aquello de sus lealtades. Eso sí fue mirar al futuro. Pero ellos podían hacerlo porque lo construyeron en presente. Si, habiendo siendo franquistas –incluso algunos sin dejar de serlo– maquinaron el paso incruento de una dictadura de 40 años a una democracia, el valor del proceso resulta inmenso y desde luego inalcanzable con cualquier mamarrachada caduca que pretendan dejar para la historia en minúsculas los gobiernos de Zapatero o Sánchez.

Por eso no le faltaba razón a Santiago Abascal cuando dijo que, en realidad, la meta última de esta corriente revisionista con forma de Ley es el fin de la monarquía, tan extemporánea si la aislamos de contextos como extraordinariamente útil en España para presumir de una democracia tras una dictadura. Pero además, son muchos los que han dejado claro que el único republicanismo posible en España es tricolor y, por lo tanto, otra vuelta a la criminal discordia del 34 y el 36. Mientras eso no evolucione, el monarquismo en España tendrá siempre una justificación coyuntural ganada a pulso.

La concordia tras una guerra y la construcción de la democracia desde una dictadura, sin revolución sangrienta, son bienes demasiado preciosos como para pasearlos en helicóptero a quince días de unas elecciones generales. Quieran o no, la izquierda y la derecha hunden sus raíces en la Historia de España, no son generación espontánea. Nadie puede esconder tampoco que esas raíces han pasado no sólo por la guerra civil sino por los escenarios previos y desencadenantes de la contienda, por más que quieran ocultarse en los libros de texto. Pero ante el show de Sánchez –con guion de Zapatero– ningún heredero ha estado a la altura. Ni los de la izquierda que renunció a la revancha, ni los de la derecha que difuminó el franquismo hasta llegar a la democracia. Tampoco la Iglesia, que hoy aparta la vista del nacionalcatolicismo persistente en Cataluña y el País Vasco.

Ante tal abandono, Pedro Sánchez, incapaz de hacerse valer por una gestión política para la que no está preparado, ya ha prometido más exhumaciones y más presión sobre los españolitos de Machado porque, según le han dicho, da votos.

Lo sucedido en estos días recuerda a ese "paréntesis en la democracia" que tanto temía ser Adolfo Suárez y que le llevó a dimitir porque sabía, como tantos otros de todos los partidos, que habría un golpe de Estado en 1981. No consiguió evitarlo pero ya se había quitado de en medio antes de que Tejero irrumpiera en el Congreso de los Diputados.

Sánchez es ya ese paréntesis abierto por José Luis Rodríguez Zapatero bajo la atenta e inmóvil mirada, también hoy, de todos los partidos políticos. Puede cerrarse el 10 de noviembre de 2019 para seguir construyendo la democracia que tanto costó diseñar. Esa idea, la defienda quien la defienda, también debería dar votos.

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