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Javier Somalo

Abascal no asusta. Hay que sacar a Franco

Ante la falta de niños traumatizados, el voto del miedo se tambaleó y las alertas antifascistas sonaron como un matasuegras en la madrugada.

Suele decirse, y es cierto, que la política alcanza su verdadera influencia ideológica cuando penetra en ámbitos de la vida cotidiana. Por eso hay tanta ideología maquillada en las revistas del corazón, en las series de televisión y en los programas de entretenimiento.

El poder en la televisión y el control de lo que llaman "cultura" siempre han sido los objetivos prioritarios de la izquierda. Felipe González, en los años ochenta, dejó claro que RTVE sería "un instrumento fundamental" y Alfonso Guerra siempre quiso ser ministro de Cultura. No en vano, una intervención suya en un programa deLa Clave de José Luis Balbín dedicado a la poesía fue calificado por el todavía entonces ministro Pío Cabanillas como el peor revés para el ya agotado gobierno de la UCD.

Pablo Iglesias también ha confesado lo importante que es impregnar de política desde los telediarios a las series pasando por los programas presuntamente ligeros, las antiguas "variedades". En una entrevista en 2013, cuando todavía hablaba en macarrónico y no sabía programar el riego automático de una finca, fue de lo más sincero:

"Si el Gobierno depende de ti, tú tienes que exigir un mínimo de horas de televisión (…) Eso vale más, con todos los respetos, que la consejería de Turismo. Pa ti la consejería de Turismo. A mí dame los telediarios. Dame uno de los dos telediarios al día y tú te dedicas de gestionar los campos de golf en Andalucía que dan puestos de trabajo".

Y si a la izquierda le resulta fundamental controlar la televisión, a la derecha le es consustancial el cedérsela.

La ideología, como en las librerías, ha de estar en las secciones de ficción y de no ficción y, a poder ser, premiada o autopremiada para rodearla de una indiscutible autoridad sintética, similar al "reconocido prestigio" que tanto se usa para ascender y hasta para llegar sin coartada a determinados puestos de nómina pública.

Pablo Motos, uno de los menos sectarios entretenedores políticos, estuvo tenso, sin gracia y preguntando por cosas que no había visto, oído ni leído. Al fin y al cabo, la polémica funciona a las mil maravillas en televisión y la visita de Santiago Abascal al programa El Hormiguero fue convenientemente azuzada en redes en forma de boicot. La conclusión previa era lógica: será líder de audiencia, como así fue.

Pero más allá de que el marketing haya casado bien con la presunta indignación por la visita de Abascal a un plató de variedades conviene abundar en el tópico para desmontarlo. A Abascal se le pregunta si es facha, si admira a Franco y se envuelve su llegada a plató en una polémica –artificial o no– propia del medievo. No ocurre lo mismo con Pablo Iglesias o Íñigo Errejón porque la extrema izquierda sí está normalizada. No hay que hacer condenas previas ni pedir perdón antes de entrevistar. Iglesias y Errejón defienden activamente hoy, en el siglo XXI, dictaduras que siguen vigentes y que defienden sin ambages como modelos de referencia. Hablar de Venezuela, Cuba o Irán, de su realidad, causa poca o ninguna reacción social. Los fachas exageran. Hugo Chávez, Fidel Castro, Ernesto Che Guevara o Ho Chi Minh son ahora personajes de camiseta, iconos pop que si se mancharon de sangre fue porque era necesario para alcanzar un bien superior. Tal es el comunismo. Ayer y hoy. Y así está aceptado por la Real Academia de la Ceguera Voluntaria, compuesta por toda fuerza que se diga democrática.

Cuando se describen los detalles del quehacer comunista suele tomarse a la ligera, como exageración indocumentada y nadie en el show business les preguntará en serio no ya por la memoria del comunismo sino por su inventario actual de atrocidades. Por quedarnos tan solo en el reciente aniversario, el lema de "El trabajo os hará hombres" que recibía a los homosexuales en el campo de trabajos forzosos de Camagüey sigue sin aparecer en la trasera de las camisetas del Che. Con lo bien que quedaría.

En el acto de Vistalegre que Motos no vio aunque preguntara por ello, Abascal no defendió el franquismo ni añoró dictadura alguna. Se agarró a la Transición a la que llegaron tarde los socialistas y formuló un discurso de reconciliación del que siempre huyó el socialismo cuando murió Franco porque aguaba su ansiada revolución post-mortem. Que fueran el rey Juan Carlos y Adolfo Suárez, herederos de Franco, los que buscaran a Santiago Carrillo en Rumanía a través de Nicolás Ceaucescu fue algo que molestó sobremanera y que obligó a Felipe González a cambiar de estrategia a marchas forzadas. La reconciliación no era una buena noticia para la izquierda socialista que había estado calentando en el banquillo para salir al campo cuando se apagara "la lucecita de El Pardo" y, salvo honrosas excepciones, nunca antes.

Para aprobar y elogiar esa parte del discurso de Abascal no es necesario compartir el programa de Vox ni ser de derechas. Hace poco más de veinte años todo el mundo lo compartía o ni siquiera se lo planteaba. Y luego habrá votantes de Vox que se encuentren en misa con votante de ERC pero nadie preguntará qué hay entre los votantes de Podemos aunque nos hayan dejado sobradas muestras. En el caso de Bildu, socio del PSOE y amigo fundacional de Podemos, lo dramático es que ni siquiera hay que hacerse la pregunta.

Abascal tenía que ser la mujer barbuda, el salvaje montaraz que debuta encadenado bajo una carpa mugrienta para escándalo de padres y madres. Ante la falta de niños traumatizados, el voto del miedo se tambaleó y las alertas antifascistas sonaron como un matasuegras en la madrugada. Si Abascal ya no asusta hay que sacar a Franco. Antes de las elecciones, por supuesto. Es el momento de pasearlo por si salieran de los armarios las banderitas apolilladas y quedara pólvora seca.

Carmen Calvo fue este viernes la "carnicerita de Córdoba", avatar de Carlos Arias Navarro, anunciando la gran exhumación por la tele. Hasta habló de que el Gobierno ha "alcanzado los objetivos". La salvó su natural falta de gracia porque iba camino de considerar a la derecha cautiva y desarmada. Y aunque su exposición fue pobre, lo llevaba bien aprendido: "La noticia es histórica: el dictador Franco, antes del día 25 no estará en el Valle de los Caídos". Es decir, el Gobierno cierra el Valle y va a por Franco, no cabe titular más apropiado en vísperas electorales, con un golpe independentista en curso y las encuestas tocando las narices a Iván Redondo.

Dice la vicepresidenta que se hará "con la mayor discreción y respeto", que "los elementos fácticos [sic] serán privados, sin medios de comunicación" pero que, "como hay derecho a la información, acomodaremos a los medios para la toma de imágenes". Garantizó que la prensa estará alejada y convenientemente acordonada pero, al destacar la complejidad del operativo exhumador (esos deben de ser los hechos fácticos) citó, sin más detalle, el empleo de "medios aéreos". Cabe imaginar que el féretro no será trasladado como los dinosaurios de Parque Jurásico, así que es de suponer que se refiere a imágenes aéreas oficiales de la histórica gesta del Gobierno de Sánchez que, 44 años después, ha "alcanzado sus objetivos". Quizá sean esos medios aéreos que nunca se han usado para mostrar la afluencia a manifestaciones molestas de fachas irredentos en Madrid o Barcelona.

También habrá que suponer que los telediarios y los programas que exhiben –con éxito pero sin efecto– a la mujer barbuda no dispondrán de esas imágenes para la campaña. Si Rosa María Mateo ya tenía presupuestados los gastos de plató para debates electorales antes de que acabaran las rondas de consultas, no quiero pensar en el despliegue que pergeña para filmar el largometraje de Cuelgamuros.

El avatar de Arias Navarro insistió en que la exhumación se realizará "no más allá del día 25 para que esté fuera de las fechas electorales". O sea, un par de días antes del arranque oficial de la campaña, toda una garantía. ¿Y por qué no después, para que esté indudablemente fuera de fechas electorales? El fallo del Supremo estaría tan vigente entonces como ahora.

Pues tiene razón Vox al reclamar ante la Junta Electoral Central. No ya por la exhumación sino por la fecha elegida por el Gobierno, que eso no es asunto del Tribunal Supremo. Y vuelve a tenerla cuando, tras un alarde de inmediatez por parte de la JEC –pocas horas después– para negarle a Vox la admisión a trámite de su reclamación, lleva la denuncia a los tribunales por la vía de lo contencioso. Alguien tendrá que hacer el trabajo sucio, aunque sea a trancas y barrancas, y cargar con los apelativos. Luego se beneficiarán los que han delegado en Vox su autocensura.

Una cosa es segura e inmutable: con el PSOE nunca habrá unas elecciones tranquilas.

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