Lo que no suma, resta
Alfonso Alonso y Alberto Núñez Feijoo proceden de tribus distintas pero ambos comparten la falta de entusiasmo por la deriva actual del PP.
Alfonso Alonso fue alcalde de Vitoria en los tiempos de Aznar. Durante el mandato de Rajoy buscó la protección de Soraya y gracias a su intercesión llegó a ser portavoz del grupo parlamentario y ministro de Sanidad. Luego le pidieron que tratara de revitalizar al PP en el País Vasco —exangüe tras la liquidación de María San Gil— y bajo su mandato el partido ha batido a la baja los peores récords de este siglo: ocupa la última fila de la oposición autonómica y en las elecciones generales no ha logrado ninguno de los dieciocho escaños que estaban en juego.
Alberto Núñez Feijoo comenzó a brillar en la política gallega bajo la sombra de Fraga —a pesar de no ser su hijo predilecto—, ganó la batalla por la sucesión, ha logrado dos mayorías absolutas consecutivas y su no apoyo a Soraya fue determinante para que Pablo Casado lograra el cetro de Rajoy. Así que Alonso y él proceden de tribus distintas y su relevancia no admite comparación posible. Lo único que les une, según parece, es la falta de entusiasmo por la deriva actual del PP. Sus voces son las más críticas y ambas se han alzado estos días como notas disonantes del discurso oficial.
Feijoo se ha lamentado por el hecho de que la política española esté en manos de adolescentes incapaces le llevarnos a un gobierno de coalición. Si lo entiendo bien, mientras el adolescente Casado marca como prioridad el pacto con los afines —España Suma—, el veterano gallego apuesta por el entendimiento con los adversarios. No cabe una discrepancia más antagónica. Pero, aun así, en sus palabras es posible advertir una cierta lógica. Las elecciones gallegas están muy cerca y es comprensible que quiera mantener el perfil propio que hasta ahora le ha ido tan bien.
Alfonso Alonso tampoco es partidario de España Suma —entre otras razones porque en el País Vasco no tiene sumandos a la vista— y se encarga de hacerlo saber cada vez que tiene un micrófono delante. Harta de tanta tabarra, Cayetana Alvarez de Toledo —principal impulsora del movimiento de convergencia— le afeó su tibieza públicamente, justo horas antes de que diera comienzo la convención en la que los populares vascos iban a estrenar un logotipo propio y a abrazarse al discurso distintivo de la foralidad. Y, naturalmente, se montó la parda. A la portavoz parlamentaria le cayó la del pulpo.
Así estaban las cosas cuando Casado fue a Vitoria, comió con los dirigentes autonómicos del PP, se abrazó a Alonso, le colmó de lindezas y, sin romper ni media lanza por su número 3, entre sonrisas complacientes, bendijo la apuesta por una personalidad propia que, a diferencia de la de Feijoo, solo ha reportado un sinfín de derrotas. En vez de exigirles un cambio de rumbo a quienes han llevado al partido al borde de la nada, optó por hacerles la ola. Si el 10 de noviembre las urnas vuelven a ratificar la irrelevancia de Alonso, ¿con qué autoridad moral podrá esgrimir que no es copartícipe del fracaso?
Es verdad que Alvarez de Toledo no parece tocada por el don de la oportunidad. Ni fueron oportunas sus palabras en vísperas de la convención, ni lo es su empecinamiento en la operación España Suma cuando ya está claro que, hoy por hoy, ni Ciudadanos ni Vox quieren saber nada de la propuesta. Hablar de un acuerdo imposible no suma, resta. Y aunque el PP crea que puede sacar rédito cortoplacista de su empeño, vendiendo en campaña su apuesta por la unidad, lo único que consigue es agrandar la división y poner en evidencia su propia incapacidad para aglutinar el centro derecha. El PP sigue en cuarentena. ¿Hace falta recordarlo?
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