El sueño de una noche de verano
No se puede continuar con la inercia de la estructura política y administrativa que nos dimos los españoles en 1978.
No me refiero al juguete cómico del genial bardo inglés o a la versión musical de Mendelssohn. Es algo mucho más liviano, como corresponde al momento de solaz veraniego, con un Gobierno en funciones; se entiende, en funciones de propaganda electoral. Quien más quien menos puede disfrutar de su Doñana para el merecido esparcimiento y el consiguiente ejercicio de la imaginación, la loca de la casa.
Claro que descansar es también pensar. Las dificultades para formar un Gobierno estable en España empiezan a ser un síntoma de algo mucho más grave. Simplemente, la llamada Transición (nunca se dijo hacia qué) ha concluido felizmente su ciclo. La ameritada Constitución ya no sirve. Añádase la amenaza de una nueva crisis económica a los 13 años de la anterior. Se impone una especie de Gobierno de Emergencia Nacional, un auténtico GEN, que significa un renacimiento colectivo de lo que antes se llamaba España en su dimensión política.
En mi sueño estival hay lugar para pedir a la naturaleza que me dé el nombre exacto de las cosas, como quería el poeta de Moguer. En este caso, los componentes del nuevo Gobierno de Emergencia Nacional serían solo seis carteras, con títulos clásicos y simples (sin copulativas). Un suponer y para empezar a pensar: Presidencia: Rosa Díez; Exterior: Hermann Tertsch; Interior: Joaquín Leguina; Enseñanza: Cayetana Álvarez de Toledo; Economía: Marcos de Quinto; Sanidad: Pablo Iglesias. Sostengo que Pablo Iglesias, con la cartera ministerial en la mano, se moderará. Es lo que se llama en términos teológicos y psicológicos "efecto de la gracia de estado". Podrían ser otros nombres parecidos, con la misma idea de un Gobierno de Emergencia Nacional. Se podría llamar también Gobierno Transversal, según el calificativo que a todo el mundo parece agradar, no se sabe por qué.
El primer encargo del nuevo Gobierno sería el de constituir una comisión redactora de la nueva Constitución. Habría de ser un texto breve y revolucionario. La primera providencia sería simplificar al máximo el llamado Estado de las Autonomías. Deberían ser más bien regiones sin estúpidas pretensiones autonómicas. Por ejemplo, la enseñanza y la sanidad volverían al Estado sin más. Se reducirían a seis el número de las consejerías regionales y de las concejalías municipales. Tampoco estaría de más que los ocho mil municipios se comprimieran en unos ochocientos. La estructura administrativa se adelgazaría al máximo. Se suprimirían todas las subvenciones públicas, excepto las que tuvieran un propósito de beneficencia o de investigación científica, y eso con muchos filtros. Por lo mismo, se privatizarían todos los coches oficiales, excepto los asignados al Rey y al presidente del Gobierno. Ninguna autoridad estaría capacitada para determinar el monto de su sueldo.
La decisión más revolucionaria, pero necesaria, sería que en el Congreso de los Diputados (no habría Senado) solo tuvieran asiento los partidos políticos que se propusieran representar a todos los españoles, naturalmente cada uno con su particular ideología. Para conseguir tal objetivo bien valdría una condición práctica: conseguir una representación suficiente en más de 10 provincias. No se oculta que con esa medida quedarían suprimidos los partidos nacionalistas, que solo podrían funcionar como grupos de presión.
Para conseguir Gobiernos estables sería conveniente que los actuales cinco partidos nacionales se redujeran a tres: Conservador (Vox), Liberal (Popular y Ciudadanos) y Socialista (PSOE y Unidas Podemos). Lo lógico es que aparecieran nuevos partidos nacionales: Ecologista, Islámico, etc.
La nueva Constitución debería prescribir que las elecciones generales se celebraran en un día fijo cada cuatro años, por ejemplo, el primer domingo de marzo. Las campañas electorales habrían de ser extremadamente austeras, con debates obligatorios en la televisión entre los líderes de los distintos partidos. Nótese que los partidos no recibirían subvenciones públicas; tampoco los sindicatos o las patronales. El decidido esfuerzo por minorar el gasto público tendría que llevar necesariamente a una disminución de todos los impuestos en su más amplio sentido. El Impuesto de Sucesiones debería ser prohibido por ley.
Reconozco (ahora dicen "admito") que mi sueño estival puede ser solo una calentura, un arbitrismo típico de la soberbia de los letraheridos, pero se trata solo de un artificio, un estímulo para pensar. No se puede continuar con la inercia de la estructura política y administrativa que nos dimos los españoles en 1978. Ya hemos comprobado que resulta dispendiosa, oligárquica e inestable. Mejor dicho, cabe la opción de no hacer nada, de seguir como estamos con solo algunos retoques cosméticos para salir del paso. Pero en tal caso habrá que prepararse a tener una nación ingobernable (como Italia), una economía estanca (como Grecia) o una dirigencia política corrupta y mediocre (como Argentina). Hay más modelos donde elegir.
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