Un mundo que ya no existe
En el corto suspiro de unos decenios no solo ha cambiado el paisaje urbano o doméstico, sino la misma apariencia humana.
Una de las ventajas de haber tramitado muchos fines de año es la trémula sensación de haber vivido en distintas épocas, acaso diferentes mundos. Así se acumulan en el recuerdo más años de los que uno tiene, o mejor, que ya no tiene. Cumplir años es despedirse de ellos. No sé si tal sentimiento supone una ventaja o un inconveniente.
En el corto suspiro de unos decenios no solo ha cambiado el paisaje urbano o doméstico, sino la misma apariencia humana. No es solo que ahora deambulen tipos más altos o mejor alimentados, sino que su aspecto es algo distinto. Por ejemplo, es raro ver ahora rostros con dientes de oro. Es un lujo, si cabe llamarlo así, que solo se aprecia hoy en algunos inmigrantes extranjeros de los países pobres (oficialmente "en desarrollo").
Es patente la enorme diferencia que existe entre los lineales de un supermercado y los anaqueles o vasares de una mugrienta tienda de ultramarinos de las de antes. Ahora casi todos los productos se encuentran envasados con plástico. Sin embargo, han desaparecido las naranjas envueltas en papel de seda. No entiendo por qué.
La electrificación del hogar produce una notable comodidad, que antes no existía, ni siquiera para las clases bien situadas. Pero tal progreso no logra ocultar la nostalgia de muchas cosas que en su día parecían imprescindibles. Por ejemplo, los molinillos (manuales) de café o la tabla de lavar la ropa, objetos hoy que se consideran de decoración. Hay otros artefactos que no han sido sustituidos, como las escupideras. Yo las recuerdo en la barbería que iba de niño. Todavía traté a un cultivado director de periódico, donde yo colaboraba, que se servía de la escupidera como un adminículo imprescindible de su despacho.
Hay objetos mecánicos que han pasado a mejor vida, como los relojes de bolsillo (del chaleco), con su correspondiente cadena. Actualmente son solo artefactos con alguna función estética; han sido sustituidos con ventaja por los relojes de pulsera. Fueron una innovación de la Guerra Europea de 1914, que luego hemos llamado I Guerra Mundial. Se hicieron muy útiles para sincronizar los ataques masivos de las tropas, pues fueron millones los combatientes alojados en las trincheras.
Hace un siglo ya existía la energía eléctrica en muchos hogares españoles. Prácticamente solo servía para dar luz. Todavía hoy decimos "recibo de la luz" para identificar la factura del consumo eléctrico, perfectamente ininteligible. En los hogares de mi infancia los interruptores de la corriente eléctrica eran de pera. Ahora solo se estilan como nostálgicos artículos de diseño.
Los sucesivos avances técnicos complementos que alguna vez creímos que iban a durar siempre, pero pronto desaparecieron. Por ejemplo, las barras de hielo que se incorporaban a las neveras (hoy "frigos"), los mapas de carreteras, las guías telefónicas, las cabinas telefónicas con los teléfonos de ficha.
De niño todavía utilizaba yo camisas con el cuello almidonado (inevitable recuerdo de Guillermo Brown), que hoy se considerarían incomodísimas. Añoranza de los pantalones bombachos.
El paisaje doméstico de mi niñez aparecía invadido de enjambres de millones de moscas. Hoy han desaparecido. Pero en aquel tiempo las moscas se combinaban muy bien con los tinteros de cerámica para que los escolares pudieran disfrutar de amenos experimentos, naturalmente prohibidos.
Hace un siglo se inauguró el Metro de Madrid. Yo lo conocí en los años 50, cuando mis padres se trasladaron a la capital para que yo pudiera estudiar en la universidad. Entonces los vagones del Metro iban atestados y en cada parada atronaba el altavoz autoritario: "¡Antes de entrar dejen salir, dejen las puertas libres, dejen las puertas libres!". La luz de los vagones era mortecina, tanto que nadie podía leer. Con el tiempo mejoró mucho la iluminación y se empezaron a ver muchos viajeros leyendo un libro o un periódico. Ahora la iluminación es todavía mejor, los vagones no se hallan tan atestados, pero prácticamente ya no hay nadie que lea; en cambio casi todos los viajeros van manejando un móvil. ¿Tanto tendrán que decirse unos a otros?
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