La España vacía
¿Hay que rellenar, no obstante, la España vacía? ¿De qué? ¿De subvenciones a fondo perdido? ¿O de qué si no?
La España vacía, que es un clásico con fecha de caducidad en todas las campañas electorales, si está vacía es por algo. Y ese algo, la causa objetiva de su desolada soledad, eso que todo el mundo se empeña aquí en no querer ver, tiene muy poca relación, si es que alguna guarda, con la política. La España vacía tampoco está vacía por azar. Ni por azar ni por ningún motivo que remita al consabido tópico del excepcionalismo hispano. Y es que, al igual que existe la España vacía, también existe la Italia vacía, el Portugal vacío, la Australia vacía, el Brasil vacío, la Rusia vacía o los Estados Unidos vacíos. Como sucede por norma en todo lo demás, los problemas que los españoles tendemos desde siempre a suponer original y específicamente propios de nuestro país suelen ser, por el contrario, comunes a bastantes otros. España es mucho más normal y corriente de lo que demasiados castizos todavía se empeñan en seguir queriendo creer. En concreto, la cuestión (no quiero llamarla "problema") de la distribución en extremo irregular y asimétrica de la población a lo largo del territorio, con vastas extensiones del interior en acelerado proceso de abandono junto a grandes concentraciones urbanas en las zonas costeras más el área de influencia de Madrid, responde en última instancia a la acción conjunta de dos factores de fondo ajenos a la política. Por un lado, la geografía. Por otro, la historia económica.
Porque la geografía importa y la historia económica también importa. En relación al primero de esos condicionantes, la geografía, se tiende a olvidar con demasiada frecuencia que hay una parte, y no la menor, de esa España vacía que ha estado vacía siempre, toda la vida. Francia, nos dicen las plañideras habituales, posee una distribución mucho más armónica de su población a lo largo del territorio. Y es verdad. Pero es que Francia, qué le vamos a hacer, no está surcada por multitud de orografías quebradas, de difícil puesta en comunicación y con unas dificultades crónicas para el acceso al agua de riego. He ahí la muy prosaica razón de que en tantas zonas de España ni haya gente hoy ni tampoco la hubiera hace cinco siglos. En los Monegros no hay nadie porque ahí no puede haber nadie, no porque los gobernantes hayan sido más o menos torpes e ineptos al tratar la cuestión de su eventual poblamiento. Y después está la historia económica. Franco llevó la Seat a Barcelona en lugar de a los Monegros o a Lugo, asunto que tanto se le sigue afeando aún hoy, no porque le cayeran simpáticos los catalanes, sino porque esa era la decisión más racional desde la estricta lógica económica. Ni Franco podía localizar una industria donde a él le diera la gana, obviando factores críticos como la cercanía a los mercados de consumo, el acceso más económico a los insumos importados o la existencia en la proximidad inmediata de las insoslayables redes de fabricantes locales de componentes externalizados.
Hay multitud de elementos relacionados con el entorno económico que determinan la localización final de las empresas. Y la fiscalidad, que es el único en el que ahora se suele pensar desde la política, no figura por lo general entre los más determinantes. A largo del siglo XIX, y motivada por complejos factores de cambio social, en determinadas regiones de Occidente se produjo un cambio económico revolucionario que alumbró el sistema capitalista en su inicial periodo industrial. Pero no ocurrió en todas partes por igual. Las regiones que en el XIX fueron vanguardia de esa transformación revolucionaria adquirieron entonces una ventaja diferencial sobre las demás que, salvo muy infrecuentes excepciones, ya no perderían nunca. Por el contrario, las que en aquella fase inicial quedaron rezagadas, raramente lograrían alcanzar el desarrollo de las primeras a lo largo del XIX y del XX. Así, todas las regiones pobres de la Europa actual ya eran pobres en el XIX. Y casi todas las regiones ricas de la Europa del XXI ya eran ricas también en el XIX. En 200 años, apenas nada significativo ha cambiado a ese respecto. Tanto en Europa como en Estados Unidos, el mito del desarrollo regional es eso, un mito. El sur de Italia, tras miles y miles y miles de millones de liras y de euros invertidos allí por el Estado durante casi un siglo, sigue siendo igual de pobre en términos relativos hoy que hace cien años. Y por eso se ha acabado despoblando poco a poco, al modo mimético de cuanto ocurre en la célebre España vacía. ¿Hay que rellenar, no obstante, la España vacía? ¿De qué? ¿De subvenciones a fondo perdido? ¿O de qué si no?
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