El malvado D'Hondt
Se ha vuelto más difícil votar en contra. Esto es, votar para que no gobiernen los que uno menos quiere que gobiernen.
En programas de la tele están explicando la ley d’Hondt. Con figuritas y emoticonos, que no todo va a ser fórmulas matemáticas y antipáticos guarismos. El mundo de los grupos de whatsapp, uno de los universos paralelos que más llaman a nuestra puerta, se ha llenado de mensajes sobre cómo funciona el invento en las provincias, según el número de escaños que tengan. Por los que me llegan, pese a que trato de evitarlos, son advertencias contra la tentación de desviar el voto hacia cierto partido de derechas que no es el PP. Y, en efecto, es en el campo electoral de la derecha donde más se siente y se nota la duda, incluso duda atormentada, sobre a quién votar. Por primera vez en mucho tiempo, hay más de una opción posible y con posibles, y lo que muchos se preguntan, salvando las distancias siderales, es aquello de Lenin: ¿Qué hacer?
De aquí al 28 de abril, se van a impartir decenas de cursillos acelerados sobre nuestro sistema electoral. Acelerados y, me temo, poco rigurosos. Vuelve a circular la especie de que el gran culpable de las injusticias electorales es el señor Víctor d’Hondt, jurista belga del XIX cuyo nombre lleva la fórmula matemática que se usa en muchos sistemas de representación proporcional para convertir los votos en escaños. Los expertos podrán explicar una y mil veces que d’Hondt, aunque belga, no tiene la culpa, o no toda, pero ahí sigue señalado como perpetrador de los desfases entre el voto y la representación.
La acusación que se le suele hacer es que beneficia mucho a los partidos grandes y perjudica mucho a los pequeños, sobre todo a los que se presentan en todo el territorio nacional. Nuestra ley electoral se diseñó con vistas a configurar un sistema de partidos estable, con mayorías amplias en el Congreso, y tuvo como contramodelo el de la II República. Pero el objetivo de la estabilidad se lograría a través de lo que algunos politólogos llaman la manipulación de la proporcionalidad. Si predominan las circunscripciones pequeñas, los partidos mayoritarios ya salen con ventaja de partida, y eso es lo que ocurre aquí.
En España, tenemos en esa categoría, la que elige menos de 5 escaños, a un 52 por ciento de las provincias, según el libro La urna rota. En la intermedia, que elige entre 6 y 9 diputados, a un 35 por ciento de provincias; ahí es donde d’Hondt juega su baza en los restos. Las grandes, con más de 10 puestos, representan sólo el 13 por ciento del total. Son las más proporcionales.
No quería yo meterme en el terreno del whatsapp y el magazine televisivo, pero al final he caído. Aunque sólo para salvar, más o menos, al vilipendiado d’Hondt. La cuestión, sin embargo, no son ahora los sesgos del sistema, con los que hay que apechugar. A pesar del intermitente clamor en pro de su reforma, nadie con fuerza parlamentaria suficiente ha querido cambiarlo. Y nada extraño es que el PP y el PSOE hayan preferido mantener algo que les concede ventaja. Todo por la estabilidad. Pero, desde hace unos años, sin cambiar de sistema, aquel tablero estable ha perdido el equilibrio. No ha volado en mil pedazos, pero hemos pasado de una función con dos partidos mastodónticos a otra con cuatro de mediano tamaño y ahora, quizá con cinco. Con esta composición, hay que afinar mucho para pronosticar certeramente, en cada lugar, cómo quedará la relación entre votos y escaños.
La consecuencia de estos cambios es que se ha vuelto más difícil votar en contra. Esto es, votar para que no gobiernen los que uno menos quiere que gobiernen. Llamado también voto útil. Se puede, pero sin la seguridad que se tenía antes en su efecto acumulativo. Ni siquiera podrá el indeciso agarrarse a las encuestas más fiables, si nos fiamos ya de alguna, que son las de la última semana, porque no se permite su publicación. En el nuevo panorama, las incógnitas habituales de unas elecciones son más incógnitas que nunca. Así las cosas, puede que se produzca un tránsito mayor del voto en contra al voto a favor. Que uno dé su voto al partido que prefiera, aunque tema que los sesgos del sistema lo desperdicien, y lo tema con razón. Urge la reforma.
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