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José García Domínguez

Después de Sánchez, la barahúnda

Tras el muy previsible fracaso, que será el cuarto, del próximo conato de completar una legislatura sin otra disolución de la Cámara, habrá que ir pensando en modificar la Ley Electoral.

Pedro Sánchez convoca elecciones para el 28 de abril | EFE

Va a caer el Gobierno, otro más, pero lo que no se va a terminar sino todo lo contrario es la inestabilidad parlamentaria crónica que inauguramos en el año 15, cuando ya resultó imposible por primera vez arbolar una mayoría estable en las Cortes. La inestabilidad como un rasgo estructural y permanente del paisaje político español, ese subproducto de la final voladura incontrolada del bipartidismo heredado de la Transición, la que ha tenido como principal consecuencia una fragmentación en seis siglas de los espacios electorales de derecha e izquierda que hace imposible, de facto, consumar legislaturas completas con un mismo presidente en La Moncloa. Hay quien aún no se ha dado cuenta, pero España es, y desde hace cuatro años, una reproducción a escala de la Italia caótica e ingobernable de la década de los setenta, cuando los primeros ministros de la democracia cristiana hacían complejísimos encajes de bolillos mercadeando favores con una docena de pequeños partidos para dar forma a raquíticas, precarias, agónicas mayorías parlamentarias que, en el mejor de los casos, duraban medio año antes de derrumbarse a la primera de cambio. Y vuelta a empezar.

La barahúnda como rutina cotidiana. Quizá un escenario idílico para los anarquistas de todo pelaje y condición, tanto los de izquierdas como los de derechas, pero un desastre para todos cuantos aún conserven un mínimo, elemental sentido del Estado dentro de la cabeza. En un clima anímico colectivo tan volátil como el que rige en la España de hoy, instante errático en el que siglas que eran estrictamente marginales hace apenas meses se pueden convertir en determinantes para formar Gobierno, lo único que todas las catas demoscópicas dan por cierto a estas horas es que ninguna coalición formada por solo dos partidos, ya fuesen PP más Ciudadanos o un acuerdo de estos últimos con el PSOE, rozaría siquiera el umbral mínimo de escaños necesario para configurar un Ejecutivo estable. Esa partida, como mínimo, se tendrá que jugar, sí o sí, a tres bandas. Algo que, en caso de una hipotético sumatorio heteróclito de las izquierdas y el catalanismo ahora asilvestrado, nos abocaría a la repetición del escenario tormentoso actual, con la agravante añadida de una condena en firme para los golpistas. Una galerna dentro de un tifón.

La hipótesis alternativa, que el agregado de las tres derechas alcanzara la mitad más uno de los escaños, desembocaría, y más pronto que tarde, en una vulnerabilidad no muy distinta. El formato andaluz, que es el único que aceptaría Rivera en una situación tal, exigiría de Vox el disciplinado, humilde, gratuito y silente -sobre todo silente- asentimiento en las Cortes a cuanto acordaran PP y Ciudadanos desde un Gobierno del que, huelga decirlo, serían excluidos los de Abascal en medio de las preceptivas muestras de desprecio infinito de los Valls y Garicanos de turno. ¿Cuánto tiempo podría aguantar Vox eso? ¿Medio año? ¿Un año? Seguro que no mucho más. Hoy, España no se puede gobernar porque el pueblo español así lo ha decidido. Y puesto que no vamos a convencer al pueblo soberano de que está equivocado, tras el muy previsible fracaso, que será el cuarto, del próximo conato de completar una legislatura sin otra disolución de la Cámara, habrá que ir pensando en modificar la Ley Electoral. Por fin.

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