Sexo, mentiras y nacionalismo
Si Jesucristo levantara la cabeza, tal vez despeñaría a ese abad por alguno de los barrancos de Montserrat; pero no creo que el Papa tenga ese ímpetu.
Por mucho que se esfuerce el Papa Francisco, la Iglesia no responde con la diligencia debida —ni con la justicia obligada— a los escándalos de pederastia que emergen por todas partes. El velo que había tapado hasta hace pocos años este asunto está siendo levantado por doquier y no parece que la jerarquía eclesiástica —en ocasiones, también implicada— se encuentre a la altura de las circunstancias, no sólo condenando los hechos, sino también reparando los daños causados y castigando severamente a los autores del delito. Lo vemos ahora en el caso de Cataluña, donde en las últimas semanas se han ido produciendo denuncias contra diversos clérigos, algunos ya fallecidos, que abusaron de niños y adolescentes obligándoles, como ha declarado uno de ellos, a realizar "tocamientos, masturbaciones y felaciones". Los casos ya conocidos se han dado en las provincias de Barcelona, Tarragona y Gerona, y se remontan hasta la década de 1970.
Que haya clérigos incapaces de hacer frente a su voto de castidad no es nada nuevo en la Iglesia. Los antropólogos e historiadores han dado buena cuenta de ello, señalando que el sexo, practicado con mujeres, era para aquellos frecuente. Por ejemplo, en su estudio sobre Los vascos, Julio Caro Baroja, refiriéndose a los años 1500, señala que "tampoco las costumbres del clero eran muy morigeradas, (…) los curas conocían mujeres; (…) los sacerdotes hallaban ocasión para sus desvíos incluso en los bailes públicos". Destaca también que "la cantidad de hijos de eclesiásticos que había en Guipúzcoa en la primera mitad del siglo XVI planteó serios problemas a las autoridades". Y aclara que "esto no era privativo de la sociedad vasca, (pues) abusos análogos se encuentran en otras muchas partes de Europa". Sin embargo, lo que en esos estudios no suele mencionarse es que los desahogos sexuales de los tonsurados lo fueran con niños o adolescentes. Esto, la pederastia, parece un fenómeno más moderno que, como se ha ido sabiendo en los últimos años, se extendió como un reguero de pólvora por los países católicos o con sólidas comunidades católicas, en Europa, América y Australia, durante el siglo XX.
Pero vayamos al caso catalán. Las denuncias de abusos sexuales se remontan al comienzo de nuestro siglo, siendo reflejadas por varios medios que, en 2000, señalaron la existencia de un grupo homosexual en la Abadía de Montserrat al que también se denominó frente gay. Este grupo de presión, al parecer, había sido determinante para lograr la destitución de dos de los abades que dirigían la comunidad. Y es en su ámbito en el que uno de sus monjes fue denunciado por haber abusado de un joven de quince años. Entonces surgieron las mentiras. El abad Josep María Soler le escribió a la víctima diciéndole que estaba "decidido a investigar a fondo esta cuestión". Pero más allá de cambiar el destino del monje denunciado, no hizo nada hasta tres años más tarde, en 2003, cuando pretendió comprar la voluntad de la víctima con una indemnización de 8.600 euros —gastos de abogado incluidos—. La mentira dejaba así el ámbito de las letras para elevarse al de los dineros. Pero no sirvió de nada, porque doce años después la denuncia saltó a la palestra pública, descubriéndose que el acusado había abusado de al menos siete adolescentes más. Mentiras y más mentiras porque no se abrió ningún proceso canónico y el interfecto pudo morirse apaciblemente. Estando ya enterrado desde hacía ocho años, el abad puso su caso en manos de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y ahora pide perdón por haber tardado tanto.
Las mentiras también aparecen en el caso de dos párrocos —uno de ellos ya fallecido—de Tarragona acusados de similares abusos. Su arzobispo, Jaume Pujol, antes de solicitar al Vaticano la jubilación por edad, se ha despachado disculpando a los implicados al señalar que "hay personas que tienen un mal momento en la vida" y que "después, probablemente, se arrepentirán". Y por eso considera que "sus faltas no son tan graves como para decir que deben ser secularizados". Encubramos la verdad, parece decirse a sí mismo este jerarca en vías de retiro, sin recordar la máxima evangélica: "la verdad os hará libres" (Juan, 8: 32).
Pero donde la mentira llega al paroxismo es en los prolegómenos del caso de Montserrat porque, en él, la ocultación de la homosexualidad y la pederastia se mezclaron con el nacionalismo catalanista. He mencionado que los periódicos informaron del asunto en 2000. Entonces políticos de distinto signo —Jordi Pujol, Joan Raventós, Antoni Gutiérrez, Ernest Lluch— alzaron su voz para señalar que se había deshonrado a los monjes para desacreditar el catalanismo. El abad Soler se lo decía a Enric Juliana en una entrevista: "Veo en los hechos de estos días la voluntad de desprestigiar los valores evangélicos, la propia Iglesia como institución, Cataluña e incluso las bases éticas de la sociedad". Hasta ahí se había llegado. La culpa no era de los monjes que se daban al placer sexual con niños indefensos sin importarles la pesada carga que sus abusos les impondrían durante años y décadas. ¡No!, era de los enemigos de Cataluña. El nacionalismo, da igual si de derecha o de izquierda, encontraba una vez más en estos hechos una ocasión para rellenar su memorial de agravios. Si Jesucristo levantara la cabeza, tal vez despeñaría a ese abad por alguno de los barrancos de Montserrat; pero no creo que el Papa Francisco tenga ese ímpetu ni que, al final, despliegue su poder para restablecer la justicia. Ya se sabe: iría en contra de Cataluña y eso son palabras mayores.
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