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Luis Herrero

España y su caganer

La Navidad nos recuerda que debemos compartir la vida con los próximos en términos de razonable armonía, reparando los desgarros que la amenazan.

Sánchez y Torra en su reunión del jueves. | Cordon Press

Algo extraño y nuevo, desconcertante y doloroso, tiene que estar pasando en mi vida para que la víspera de Noche Buena ande yo más atento al ruido que viene de fuera que al íntimo susurro que trata de explicarme desde hace años, sin demasiado éxito, en qué consiste el verdadero espíritu de la Navidad.

Sánchez ha puesto mazapanes amargos en mi mesa. La noticia de la paz que anuncia la Noche Buena contrasta con la realidad de una España dividida —descoyuntada, diría yo— que amaga con alzarse contra sí misma. España es mi lugar en el mundo. Por eso me importa. La división es la negra nube que la amenaza. Por eso me inquieta.

Nada hay más contrario al espíritu de la Navidad —si lo poco que entiendo de él no me engaña— que la división. Las fechas en las que estamos invitan justamente a todo lo contrario.

Soy católico. Y para los católicos, la Navidad tiene un sentido más profundo que el de las luces en la calle o los regalos en la cena. Dios se hace hombre. Y, como todos los hombres, nace niño. A pesar de que las homilías de carril de estos días—que los curas me perdonen— suelen insistir en que miremos al Niño como al redentor que ha venido a salvarnos, a mí me cuesta verlo de esa manera.

La redención se verifica en la cruz. Lo que redime a los hombres es el sacrificio del calvario. Todos los días tenemos la oportunidad de revivirlo en la eucaristía. La Navidad no es el mejor momento para recordar al hombre que muere por nosotros, sino al hombre que nace para enseñarnos a vivir. El Niño se ofrece como modelo de vida. Y su primera lección, en la humildad de un pesebre, nos enseña a compartir la vida con quienes tenemos cerca.

Si lo entiendo bien, Él se rodeó nada más venir a este mundo de las personas que andaban por Belén. Los ángeles convocaron a quienes estaban cerca de Él en ese preciso momento. Hoy, aquí y ahora. La metáfora que mejor me ayuda a comprenderlo es la cena en casa de mis suegros.

Por mucho afecto que les tenga —que se lo tengo— mataría a muchos de mis cuñados y a alguno de mis sobrinos. No hablan, vociferan. No se arredran ante el barullo, lo engrandecen. Son placas tectónicas en continuo movimiento. Y además no saben conversar. Mis pensamientos, esa noche, no suelen ser afluentes de los suyos. Si pudiera elegir, no serían mi primera opción. Pero ellos son los míos. Hoy, aquí y ahora. Ellos son quienes tengo cerca. No lo estuvieron antes y no sé si lo estarán después. Ese dato no es importante.

Dice mi amigo Garci que la primera llamada del año nuevo, por regla general, no se la haríamos a ninguno de los que están a nuestro lado en ese momento. La experiencia me dice que tiene razón. Los adultos que hemos tenido la experiencia de unas Navidades felices en nuestra infancia tendemos a ponernos tristes recordando a quienes la hicieron posible y ya no están con nosotros.

Ambos pensamientos —la añoranza de los vivos ausentes y la nostalgia de los muertos— nos aleja del verdadero espíritu de la Navidad. Este tiempo, si nos recuerda algo, es que debemos compartir la vida con los próximos en términos de razonable armonía, reparando los desgarros que la amenazan. De lo que se trata es de unir, de acercar, de juntar y de recomponer. Todo aquello que divide, aleja, separa o descoyunta no es propio de la lección de vida del Niño de Belén.

Para nuestra desgracia, Sánchez nos ha salido con vocación de caganer.

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