La institutriz
Señora Pastor, a la política se viene llorado de casa, y si la llaman institutriz se aguanta, que a muchos de sus compañeros les llaman fascistas todas las semanas y no se les pone la lagrimita en el ojo.
Mientras las televisiones se apresuran a hacer repartos salomónicos de las culpas por lo ocurrido este miércoles en el Congreso, sigue siendo necesario recalcar que los culpables han sido dos: Gabriel Rufián y Jordi Salvador, el diputado de ERC que había pasado prácticamente en blanco lo que llevamos de legislatura y cuando por fin lo hemos conocido no ha sido, precisamente, por floridos discursos saliendo de su boca sino por otra cosa que, eso sí, también salió de su boca.
Los que no tienen ninguna culpa de los excesos mentales de Rufián y salivares de Salvador son los sospechosos habituales para el periodismo ultraizquierdoso, Pablo Casado y Albert Rivera, que prácticamente no pueden salir de Madrid sin que una turba vaya a llamarlos fachas y que, muy especialmente en el caso de Rivera, sufren semana sí semana también insultos y amenazas contra ellos mismos o, peor, contra sus familias.
Tampoco es culpable Borrell, al que a este paso en su propio Gobierno le van a llamar "ese ministro del que usted me habla", y que parece que no sólo no se tendría que haber cabreado al ser escupido, sino que debería haber apreciado las cualidades organolépticas del esputo, un gargajo de pura raza catalano-separatista, lo mejor de lo mejor, oiga, que se matan por ellos en Europa, señoría.
Dicho todo lo anterior y aclarada la culpa, sí es cierto que hay otros responsables: un presidente del Gobierno que ha demostrado que está dispuesto a todo con tal de poder viajar en Falcon y da alas a los que sólo saben rebuznar y escupir; un PSOE que se ha perdido el respeto y se deja insultar y escupir; y, también, una presidenta del Congreso que debería haber atajado las rufianadas de Rufián hace dos años, pero que hasta ahora se ha limitado a mirar hacia otro lado y, como mucho, a hacerse la indignada en mitad de las sesiones de control.
Una presidenta que no sabe distinguir los insultos –"fascista"– de las definiciones –"golpista", que es el que da un golpe–, ni de las profesiones –como la de institutriz, muy digna y respetable–; y que luego se muestra afectada y al borde del llanto como las madres que lloran porque han criado a su hijo como un salvaje y éste les hace el Rufián a la cara y delante de las vecinas. No, señora Pastor, a la política se viene llorado de casa, y si la llaman institutriz se aguanta, que a muchos de sus compañeros les llaman fascistas todas las semanas y no se les pone la lagrimita en el ojo ni se les quiebra la voz. Menos dar pena y más repartir cera… parlamentaria, por supuesto.
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