Un fantasma recorre Europa
La Unión Europea no suscita ya los entusiasmos de antaño. Se ha convertido en una pesadísima burocracia, que no sustituye a las nacionales, sino que se añade a ellas.
Así empieza (ahora se dice "arranca") el Manifiesto comunista de Marx y Engels, uno de los textos que ha influido más en el mundo contemporáneo. Se refiere al comunismo, pero esa ideología ha quedado rebasada en la mayoría de los países; es más antigua que el papel de calco. El fantasma es ahora otro, una turba de ellos.
La Europa democrática que se organizó después de la II Guerra Mundial se basó en la formación de dos grandes partidos: los conservadores (normalmente democristianos) y los socialistas (más bien socialdemócratas). Esa estructura polar (no hace falta decir "bipolar"; polos son solo dos) se halla en declive en casi todos los Estados. Por si fuera poco, arrastra en muchos casos el peso de la corrupción política, de forma más destacada en los países de la Europa meridional. En su lugar se alza una estructura endeble con varios partidos. Destacan los populistas de izquierda (herederos ocultos del comunismo) y los de derechas, con aires nacionalistas, excitados por el temor de una invasión de asiáticos y africanos. Añádanse los partidos que representan intereses regionales. Cabe todavía algún lugar para los ecologistas, los liberales y algunos otros. Total, que la multiplicidad de formaciones políticas hace imposible que gobierne un solo partido, y menos aún con mayoría absoluta. El resultado se traduce en programas políticos ambiguos, anodinos. Puede darse el caso, como en España, de que gobierne un partido que represente una escuálida minoría en el Parlamento.
Hace un lustro cabía la estratagema de culpar a la crisis económica de la desorganización política. Pero después de 11 años de iniciada la crisis quedan pocas esperanzas de volver a las tasas de crecimiento económico superiores al 4% anual. No se sabe cómo se va a poder pagar una deuda pública que crece inexorablemente. Los gobernantes todos, sea cual fuere la combinación de partidos en el poder, solo saben subir los impuestos en aras de una utópica igualdad. Lo cual desanima a los empresarios y hace que se expanda la llamada "economía sumergida". Razón de más para subir otra vez los impuestos. Establecido queda el círculo vicioso. Encima, la vieja Europa se apaga por la falta de vitalidad demográfica, y se ve alarmada ante una inmigración masiva de gentes de otras razas, religiones y culturas. No se sabe qué va a preocupar más, si los guetos o los mestizajes. Para no hablar del latente terrorismo.
La Unión Europea no suscita ya los entusiasmos de antaño. Se ha convertido en una pesadísima burocracia, que no sustituye a las nacionales, sino que se añade a ellas. Aunque popularmente se hace equivalente la Unión Europea con Europa, la realidad va por otro lado. El Reino Unido se sale de la Unión Europea y Rusia no está ni como invitada. En cambio, se habla de incorporar a Turquía, lo que parece un desatino desde cualquier punto de vista.
Lo más grave es que los países europeos ya no ostentan la hegemonía política, económica y cultural que tuvieron en otros tiempos imperiales. Europa acaba siendo para el mundo lo que la antigua Grecia para el Imperio Romano: el hontanar nostálgico del arte, la cultura, la mitología. En el mejor de los casos, Europa es el lugar de la visita obligada para las personas cultas del resto del mundo. No está mal, pero parece poco alentador para los que habitamos en el Viejo Continente, en realidad una gran península de Asia. Cabe la esperanza de que las universidades europeas siguen haciendo ciencia, pero son muchos los científicos eminentes que emigran a otros continentes.
Se comprende que, ante tales achaques, se despierten las ansias de los populistas, sean de izquierdas o de derechas. Los primeros quieren más igualdad; los segundos, más libertad. Imposible ponerse de acuerdo. Más claro es que las polémicas entre los conservadores y los socialdemócratas suenan a rancio, sean cuales fueren sus etiquetas concretas en cada país.
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