¡Plastas!
Estos tíos son unos totalitarios de lo peor, sí, pero sobre todo son, más que ninguna otra cosa, unos plastas.
Lo peor del separatismo catalán es, por supuesto, su totalitarismo, su racismo y su clasismo, pero bastante cerca anda lo pesados que son y lo encantados que están de haberse conocido: no hay sociedad que se mire tanto el ombligo como la catalana, atrapada en un onanismo eterno sobre sí misma y sobre lo que los demás piensan o deben pensar de ella.
Así, con tanta gente mirándose a sí misma, nada se libra de la expansión del monotema separatista, que lo invade todo: desde ese baile tan aburrido que es la sardana –con su música molesta a mitad de camino del zumbido de un mosquito y el chirrido de un gozne de madera–; a los castellers, que tienen ese simbolismo de la masa sujetando la torre que cada día da más repelús; pasando por Montserrat o la cosa gastronómica, ¡hasta la comida acaba siendo separatista entre calçots y botifarra!
Este pajillerismo social llega a sus más altas cotas –o igual son las más bajas, yo ya no sé– en los días históricos que hay casi cada mes y, sobre todo, en las celebraciones y los fastos. Y el más grande de estos festejos es sin lugar a dudas la Diada, el sumo aquelarre del victimismo nacionalista, la más gorda de las mentiras.
La Diada tiene, además, matices que deberían ser estudiados a la luz de la psicología o quizá incluso la psiquiatría: eso de celebrar una derrota, pero además darle la vuelta para construir a su alrededor el relato falaz de un enfrentamiento que nunca existió, para reafirmar tu superioridad presentándote como alguien que, pese a ser tan superior, lleva no menos de tres siglos sojuzgado por una panda de "bestias"... De loquero, sin duda.
Y entre tanta obsesión grupal, cualquier mínima discrepancia es vista como un ataque al conjunto: vamos, que si no te gusta la llonganissa de payés es que eres un anticatalán y un facha, y así quién se quiere quedar en esa España en la que hay tantos anticatalanes fachas que insultan a la sacrosanta llonganissa, expresión un tanto fálica de las más profundas esencias del alma catalana.
Yo, la verdad, cuando veo a las multitudes paseándose por Barcelona todos uniformaditos como si fuera la Pyongyang del Mediterráneo; o las procesiones de antorchas, que no sé si estoy en el Núremberg de Leni Riefenstahl o en la Alabama de los muchachos del Klan, siento sobre todo una pereza atroz, un ya no poder más y un hastío, porque estos tíos son unos totalitarios de lo peor, sí, pero sobre todo son, más que ninguna otra cosa, unos plastas.
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