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José García Domínguez

La Comisión de la Verdad (y 2)

Ninguna sociedad ha exorcizado sus fantasmas históricos con una comisión de la verdad. Y nosotros no seríamos la primera. ¿Para qué entonces?

Pedro Sánchez | EFE

Esa idea tan problemática del presidente Sánchez, la de promover una Comisión de la Verdad sobre la guerra civil y la dictadura, tendría que apoyarse en muy sólidos motivos, dado su enorme potencial divisivo, para ser llevada a la práctica. Motivos que por un mínimo sentido de la responsabilidad y de la honestidad intelectual tendrían que ir bastante más allá del simple afán propagandístico, el propio de la reyerta política cotidiana. Y esos motivos no terminan de estar claros. ¿Por qué y para qué abrir ahora en canal el territorio más oscuro de nuestra memoria colectiva? ¿Para saber la verdad? La verdad, al menos lo fundamental de ella, se sabe ya. Y desde hace mucho tiempo. El inventario exhaustivo de las matanzas y los crímenes de lesa humanidad que cometieron los dos bandos con saña animal está ahora mismo depositado en los anaqueles de las bibliotecas, al alcance de quien quiera saber de él. Y también ahí se conserva catalogada la memoria documental de la parca piedad que los vencedores supieron tener después con los vencidos.

Pero, sobre todo, lo principal que hoy sabemos acerca de la verdad es que no sirve para nada conocerla. Porque da igual que se acuse recibo de los hechos si los hechos no importan. Y no importan. Está más que comprobado que no importan. Los crímenes contra los civiles y los religiosos cometidos por las distintas fuerzas que integraron en su día el bando republicano, crímenes del dominio público casi todos ellos gracias a la labor de los historiadores, no han provocado que se modifique en absoluto la adhesión sentimental que una parte notable de la población española contemporánea sigue manifestando hacia los perdedores de 1939. Y otro tanto de lo mismo ocurre con los que aún se sienten tributarios de la dictadura. Igual de documentados que los de sus contrarios, tampoco los parejos asesinatos de inocentes llevados a cabo por los falangistas y demás grupos alzados el 18 de julio del 36 han motivado que, casi ochenta años después de aquel carnaval de barbarie colectiva, la adscripción emocional del grueso de la base social del conservadurismo español deje de identificarse, siquiera en voz baja y en privado, con el régimen de Franco. Y eso, por desgracia, no lo va a poder cambiar ninguna Comisión de la Verdad. ¿Para qué entonces la iniciativa? ¿Para llevar a cabo otro ejercicio más de venganza intergeneracional, el enésimo de nuestra sanguinaria historia? ¿Solo para eso?

Los españoles nos pasamos dos siglos, el XIX y el XX, matándonos los unos a los otros casi sin interrupción. Y siempre los vencedores humillando a los vencidos. ¿Acaso no iría siendo el momento, llegado ya el año 18 del siglo XXI, de comenzar a admitir de una vez que los hijos no son culpables de los pecados que cometieron sus padres? Ni los hijos ni menos aún los nietos. En el fondo, y la idea no es mía sino de Ignatieff, que escribió un ensayo célebre sobre la Comisión de la Verdad en Sudáfrica, la fe de los defensores en el valor taumatúrgico de ese tipo de proyectos viene a ser una rémora de la fe en las virtudes curativas del psicoanálisis freudiano, solo que aplicado no a los individuos sino a las colectividades. Freud, es sabido, creía que hurgando con paciencia y una linterna en el pasado se le podría expulsar del presente. Pero Freud solo era un escritor, no un científico. Ningún individuo se ha curado nunca en el diván de un psicoanalista (ni siquiera en el de un psicoanalista argentino). Como tampoco ninguna sociedad ha exorcizado sus fantasmas históricos con una comisión de la verdad. Y nosotros no seríamos la primera. ¿Para qué entonces?

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