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Jesús Laínz

La hora definitiva de Europa

Se acerca a grandes zancadas el momento en que el Viejo Continente tendrá que decidir si quiere seguir existiendo o si se deja morir.

EFE

Con aceleración creciente, los habitantes de nuestro planeta asistimos a un proceso nuevo en la historia, aparentemente imparable, bautizado con el confuso nombre de globalización. Dicho proceso, consistente en la progresiva conversión del orbe entero en un mercado único regulado por entidades supranacionales, implica la eliminación gradual de las soberanías nacionales mediante la fusión de los Estados en estructuras superiores y la simultánea eliminación de los sujetos nacionales mediante el traslado masivo de poblaciones. De este modo, al fin de los Estados le acompañará el fin de las naciones.

Muchas personas e instituciones –y no precisamente las menos influyentes, como Soros, la ONU y la UE– consideran que las diferencias entre los pueblos son obstáculos para el progreso y la paz, por lo que sería deseable que todos los hombres vivieran del mismo modo, tuvieran las mismas opiniones, se rigieran por las mismas normas y estuvieran sujetos a la autoridad del mismo Gobierno global.

Pero quizá habría que considerar la posibilidad de que el paso de una apisonadora uniformizadora mundial condujera a un desolador empobrecimiento contrario a la realidad de la humanidad. Nada hay que indique la necesidad de la supresión de toda diferencia nacional. Son indemostrables las ventajas que tal unificación comportaría, y quizá fuese demasiado grande el riesgo de destrucción de un sinfín de cosas valiosas nacidas de la misma naturaleza del ser humano.

Además, a ello hay que añadir las poderosas herramientas de control que la técnica actual pone en manos de los gobernantes –y más que seguirá poniendo–, lo que abre a los pocos empeñados en defender la libertad y dignidad del hombre perspectivas no precisamente tranquilizadoras. Ya lo dijo hace siglo y medio Ernest Renan:

La existencia de las naciones es buena, incluso necesaria. Su existencia es la garantía de la libertad que se perdería si el mundo no tuviera más que una ley y un amo.

Éste es el gran reto con el que habrá de enfrentarse el mundo del siglo XXI, reto ante el que palidecen todos los demás, por grandes que puedan parecer a los miopes que nos gobiernan y los ciegos que les siguen. Y muy especialmente deberá enfrentarse a ello Europa, la porción más afectada del planeta.

Europa es un continente de marcadas características y de esencial papel en el devenir de la humanidad. La pervivencia de todo ello está hoy en peligro debido al autoodio de unos europeos avergonzados de serlo, su escasa natalidad y la creciente inmigración extraeuropea. Los violentos sucesos en la frontera de Ceuta vuelven a demostrar que las leyes de la geopolítica hacen de Europa el receptor necesario del exceso demográfico y la ineficacia política africana, explosivo cóctel que no parará de enviar inagotables riadas de inmigrantes ilegales a un continente que, antes o después, tendrá que imponer sus límites o naufragar en el caos. La población actual de la UE es de 500 millones y la de África, de 1.225. Según las proyecciones demográficas de la ONU, la población europea irá disminuyendo notablemente en las próximas décadas debido a los pocos nacimientos y los muchos abortos. Por el contrario, la población africana se duplicará en los próximos treinta años, a una media de 40 millones anuales. Si ya hoy la llegada de unos pocos miles provoca los problemas que estamos viendo, imaginemos la avalancha que se precipitará sobre Europa en unos años en los que África avanzará rápidamente hacia los 2.400 millones. A lo que hay que añadir –no lo olvidemos– una Asia en perpetua ebullición. Creer que acoger a los que llegan en pateras resuelve los problemas de África es lo mismo que intentar vaciar el Océano con un cubo y una pala.

Para justificar el fenómeno y acallar las pocas voces que se atreven a oponerse suele emplearse el argumento económico: el mantenimiento del sistema necesita que mucha gente de países con bajos ingresos y rápido crecimiento poblacional se mude a países con altos ingresos y una población estable o decreciente. Pero el problema es que los pueblos no viven para la economía, sino al revés. La economía no es un ente autónomo legitimado para imponer su voluntad pese a quien pese y cueste lo que cueste. Esto no parecen entenderlo quienes se muestran decididos a incrementar eternamente la producción aunque tengan que destruir el último árbol del último bosque, explotar a millones de personas por sueldos misérrimos o deportar países enteros a otros continentes. Muchos incautos adoran la inmigración porque así lo ordena el evangelio progre y porque no se han parado a reflexionar un minuto sobre la evidencia de que promover la inmigración no resuelve las causas que la provocan. Aceptar la inmigración como si se tratase de un fenómeno atmosférico, en vez de intentar eliminar sus causas, implica condenar a muchos millones de personas a seguir sufriendo los mismos problemas.

Números aparte, lo más grave es el choque cultural, religioso y jurídico que sufren tanto las poblaciones trasladadas como las receptoras, con el efecto a largo plazo de la desaparición de formas de organización social varias veces milenarias. Porque la globalización conlleva el riesgo de un aniquilamiento cultural que pocos se atreven a mencionar. Giovanni Sartori se preguntó a principios de este siglo "hasta qué punto la sociedad pluralista puede acoger sin desintegrarse a extranjeros que la rechazan". Y, como conclusión de su ensayo sobre el futuro multiétnico al que parece abocada Europa, advirtió: "En Europa, si la identidad de los huéspedes permanece intacta, entonces la identidad a salvar será, o llegará a ser, la de los anfitriones".

Finalmente, ¿hay alguien capaz de negar que este proceso provoca frecuentes conflictos violentos, desde asaltos de fronteras, delincuencia rampante, dramas domésticos, disturbios callejeros y barrios al margen de la ley hasta atentados terroristas? Los vemos todos los días en todos los países de Europa, desde Ceuta y Lampedusa hasta París y Estocolmo. Durante décadas, la opinión universal ha sostenido, sin posibilidad de contradicción, que todos los países, incluidos los del llamado Tercer Mundo una vez descolonizados y dueños de sus destinos, irían progresando paulatinamente hasta equipararse a esas islas de orden y bienestar llamadas Europa y sus prolongaciones de ultramar, principalmente Norteamérica, Australia, Japón y, parcial y relativamente, algunas zonas de Iberoamérica. Pero la experiencia ha demostrado y sigue demostrando que el proceso está siendo exactamente el opuesto: esas islas de orden y bienestar avanzan sin cesar hacia su equiparación con el caos tercermundista. ¿Quién iba a decir a los franceses, los alemanes, los británicos y los españoles de hace sólo una generación que la paz, la tranquilidad, el respeto a la ley, el civismo y la seguridad iban ser cosas de un pasado perdido para siempre?

Se acerca a grandes zancadas el momento en el que Europa tendrá que decidir si quiere seguir existiendo o si se deja morir.

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