Eutanasia para la televisión pública
La cuestión es simple: ¿si no hay un periódico 'público', por qué debe haber una radiotelevisión del Estado?
" Vemos a una niñita preciosa, cogida de la mano de su madre, que se acerca al Führer con un ramo de flores. Saludos desde Núremberg de parte de la juventud más tierna" (locutor de la televisión alemana durante el Congreso de Núremberg).
No hay mayor demostración de la deriva cancerígena del Estado del Bienestar hacia el Bienestar del Estado que la existencia de televisiones públicas financiadas con cargo al contribuyente. La cuestión es simple: ¿si no hay un periódico público, por qué debe haber una radiotelevisión del Estado? Un periódico público se consideraría peor que absurdo, un síntoma de Estado totalitario. El franquismo tenía su prensa del Movimiento y una televisión que era un nodo permanente. Desde el inicio de los medios de comunicación, la iniciativa privada fue la que fomentó una industria diversificada y plural en un mercado que, a través de la competencia de ideas políticas y proyectos empresariales, garantizaba la objetividad y la neutralidad. Desde entonces la humanidad se ha dividido en dos: los que son adictos a un solo periódico y atienden únicamente a las noticias y opiniones que confirman sus sesgos y los que, por el contrario, gustan de leer varios medios para tener una panorámica mucho más plural y contradictoria. De la contradicción –en sentido retórico, no lógico– surge la verdad. La salud e incluso la supervivencia de una democracia dependen de que los de la segunda categoría sean más numerosos que los de la primera.
Sin embargo, los inicios de la televisión fueron diferentes. Debido a las grandes inversiones necesarias para su puesta en marcha, fue el Estado el que se echó sobre los hombros la tarea de desarrollar un invento capaz de rivalizar con la imprenta en capacidad de formación. Tanto en sentido positivo, educación y entretenimiento, como negativo, adoctrinamiento y alienación. A Adolf Hitler cabe colocarle en el pedestal del revolucionario tecnológico que se percató, junto a su ministro de Propaganda Goebbels, del potencial de la televisión como herramienta para estructurar y vertebrar una sociedad bajo un relato hegemónico. Las Olimpiadas de 1936 le sirvieron de espaldarazo definitivo para conseguir que todo el mundo se pusiera delante de la pantalla. Una vez colocados en posición de fascinación por las imágenes en movimiento, los nazis aprovechaban para impartir clases de gimnasia, siempre fueron muy dados al corpore sano, aunque su mente era más bien infame. No es de extrañar que, al fallecer Paul G. Nipkow, uno de los inventores de la televisión, el Führer ordenara tributarle un funeral de Estado.
Desde entonces, apenas ningún Gobierno se ha resistido a los cantos de sirena de una televisión del pueblo con la que explicar la verdad de sus grandes políticas, incomprendidas por los periódicos privados. La última –pero no será la final– de estas maquinaciones ha sido el intento del PSOE y de Podemos de poner al frente de RTVE a tres periodistas de partido caracterizados por militar en la extrema izquierda y el activismo político. Uno de ellos, Ana Pardo de Vera, advirtió de que, de haber sido elegida, habría prohibido las retransmisiones de las corridas de toros, en cuanto que animalista radical. Y es que no hay forma de que alguien distinga lo que debe ser un servicio público de un medio privado.
Si un día pudo tener sentido que hubiese una iniciativa estatal de televisión, dado su coste y la imposibilidad de la iniciativa privada de llegar a todos los lugares, hace mucho que dejó de tenerlo gracias a la pujanza tecnológica y la economía de mercado, que permitieron, en primer lugar, la emergencia de las televisiones privadas, primero generalistas y gratuitas, más tarde de ofertas específicas y de un pago reducido. Por si fuese poco, Youtube se ha convertido en un gran repositorio de todo tipo de material audiovisual. Y en última instancia la posibilidad de emitir vídeos en directo a través de Twitter, Instagram o Facebook ha roto la última barrera que impedía, por ejemplo, ver a José Tomás torear en directo, ya que cualquiera puede convertirse hoy en día en un canal de televisión individual (eso y no otra cosa son los célebres youtubers).
Sin embargo, las inercias mentales y las tradiciones culturales van muy por detrás del ritmo de destrucción creadora que caracteriza al capitalismo, salvo en los círculos liberales. Por esto tanto los conservadores como los socialistas pretenden seguir con sus resabios de propaganda y adoctrinamiento a través de las distintas televisiones públicas que asolan nuestra sensibilidad cultural, nuestra dignidad política y nuestra capacidad económica. El primer óptimo sería cerrar dichos pozos de manipulación, esos agujeros negros del Erario. Pero sería combatir molinos de viento, dada la cantidad de intereses creados e ideologías espurias al servicio del mantenimiento de las televisiones gubernativas. Por lo que un segundo óptimo sería comprometerse con su existencia pero con una finalidad circunscrita a la formación (clases de idiomas), la cultura (conciertos de música clásica, jazz o alternativa, teatro, documentales) y el entretenimiento (como modelo paradigmático, Saber y ganar), junto a un presupuesto financiado a partes iguales por contribuciones voluntarias de los ciudadanos comprometidos con la cultura pública y el Estado. Es decir, que en el caso de que no hubiese ningún donación por parte de la ciudadanía, porque no se mostrase interesada en un servicio público que no es de primera necesidad y se encuentra suficientemente cubierto por las iniciativas privadas, tampoco el Estado sufragaría nada.
Ahora que el Gobierno socialista ha anunciado una regulación de la eutanasia, a lo primero que habría que aplicársela es a la televisión pública.
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