Frente a todos los miles de hombres cumplidores y entregados de la Guardia Civil, hay uno que falla estrepitosamente y ha sido condenado por tres homicidios en grado de tentativa; por seguir un plan para acabar con una compañera de su propio cuartel, en Villajoyosa, en la Comunidad Valenciana, dado que no aguantaba "verla feliz con su marido y su hijo de tres años". Se llama Francisco Giménez, tiene 42 años y era un mando de la institución.
Según la condena a 22 años de cárcel, ahora ratificada por el TSJ, Giménez concibió la idea de asesinar a su feliz compañera y a su familia. Para ello se hizo con la copia de la llave del domicilio que se guarda en un cajetín, junto a las de todas las viviendas de la Casa Cuartel, por si hay una emergencia, y con ella, nada más salir la compañera para llevar al niño a la guardería, entraba el brigada y paseaba a su gusto en los rincones que no soportaba, curioseando todo, sustrayendo prendas íntimas y, lo peor, vertiendo matarratas en la comida que la mujer había dejado preparada.
Los envenenadores son una clase cruel de asesinos capaces de planear una y mil veces la muerte, dado que, como no saben cuál es la dosis necesaria para cumplir sus propósitos, practican el ensayo y error, con lo que precisan de varias ocasiones para un solo objetivo. También hacen lo de poner solo un poco de veneno cada vez para disfrazar los efectos. El matarratas empleado por este mando, obsoleto y atrasado, en una institución a la que avergüenza, es un método abandonado en estos tiempos modernos en que los envenenadores y envenenadoras han cambiado la droguería por la farmacia para proveerse del arma del crimen.
El infortunado mando, además de entrar en la casa, practicar un fetichismo paleto de llevarse ropa interior de la subordinada y otros objetos de la casa, empleó el medio propio de la envenenadora de Valencia, Pilar Prades, que utilizaba matahormigas Diluvión. De cualquier forma, con este uso trasnochado excepto en su mente de telaraña, iba emponzoñando la comida que olía y sabía a rayos, por lo que la verdadera policía, que era la agredida, se dio cuenta de que algo anómalo pasaba.
Además ya había echado en falta la ropa íntima y el disco duro con fotos íntimas de la pareja. Por lo que decidió actuar colocando una cámara en el comedor de su casa, que al descargar las imágenes mostró que su superior olisqueaba entre sus ropas y echaba veneno en el arroz. Así que lo denunció y poco después los compañeros lo detenían ante la sorpresa del mando, que creía estar llevando a cabo un plan maquiavélico y perfecto. Jugando a Raskolnikov y sus dudas criminales como en la novela de Dostoievski.
Por si fuera poco, en el registro de sus pertenencias se recuperaron los objetos robados con los que hacía fetichismo o colección de hazañas y una especie de diario que llevaba copiado en un pendrive. En él, como un adolescente con granos, iba comentando el reto que se había hecho a sí mismo y que no era otro que la comisión de una acción ilícita para acabar con su sufrimiento: ver feliz en brazos de otro a la subordinada por la que vivía obsesionado, hasta el punto de no poder dormir y prometerse que no se atrevía a cometer el delito de una vez o le pillarían, como así ha sido.
Un apunte más: no hay ni rastro de amor en este cuento horrible, sino únicamente el delirio machista de un individuo que llega a creerse dueño de la mujer hasta el punto de tratar de arrebatársela a la vida. Algo que sin tantas pejigueras pasa para nuestro mal todos los días.
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