La guerra contra el horror
No necesitamos un partido, sino un movimiento, una amplia rebelión en que la decencia se imponga a la conveniencia y la convicción a la ocasión.
Ya no sé siquiera lo que tenía pensado escribir antes del mediodía. Recuerdo que quería recuperar algún título afortunado y miserable del increíble Wilhelm Reich para encalomárselo al pobre hombrecito Feijóo –no el importante, sino este otro–, el que fabuló sin pudor que lo que había ocurrido con la supuesta huelga de mujeres del día 8 de marzo de 2018 no había sido una manipulación política. Me parecía que algo así, una manipulación de la propia manipulación, era una exposición del horror que lleva habitando años la política y la sociedad españolas. Aquí se tragan los "Himalayas de falsedades" de los herederos del bolchevismo –la testifical es de Besteiro, 1939– como si fueran aspirinas para la conciencia doliente.
El pobre hombrecito Feijóo, el tonto, o el indecente, que elija él, no se ha enterado de que la destrucción de la familia –primero de la figura del padre, que ya vendrá después la de la madre– y la propiedad privada son objetivos básicos del movimiento comunista desde Engels. La destrucción del pobre hombrecito vía femenicrática es una fase para dar paso a una gens, tribu, anterior a la civilización tal como la conocemos. Es un trampolín, no el único, para el despegue del Estado todopoderoso de un partido, que sólo puede ser el comunista, sobre los padres, las madres, los hijos y todo. "La victoria eventual del comunismo será también un retorno al feminismo", escribe, supongo que irónicamente, mi admirado Escohotado, que sabe que una victoria así sólo conduce a 1984 y a eso de que "la única finalidad admitida en el matrimonio era engendrar hijos en beneficio del Partido". Ya saben, la tribu de la fugitiva Gabriel.
Luego se me vinieron encima los horrores de tres 11-M, el de los asesinados de Madrid, el de Gabriel y el de los chinos. Ya sé que hay más si se busca, pero basta. El primero de ellos lo experimenté cuando oí en todas las cadenas que se trataba del aniversario del "atentado yihadista". Ah, ¿sí? Hay jueces, como Gómez Bermúdez, que me producen horror. Era menester que los españoles creyeran que el atentado del 11-M había sido yihadista. Pero ¿lo fue? ¿Qué saben, qué sabrán las familias de las víctimas, sus descendientes, sobre la verdad del 11-M? ¿Por qué los españoles no estábamos preparados para saber la verdad del 11-M, señor juez? ¿De qué verdad? ¿De qué razón? ¿De qué Estado? ¿De qué España?
El segundo me cubrió como una losa cuando el propio ministro Zoido reconoció que la novia del padre de Gabriel había sido detenida cuando llevaba el cadáver del niño en el maletero. "El horror, el horror", decía justificándose el personaje de Conrad cuando adivinaba su muerte, no las de sus miles de asesinados. Pero en este caso una sola víctima conllevaba todo el horror posible para un corazón humano. Por mucho menos, me parece a mí desde la insolencia de una interpretación, un Severo Ochoa de corazón abierto me dijo aquello de: "Si usted me pegase un tiro, yo se lo agradecería".
El tercero, cuando supe que el comunismo chino –al que nadie ha criticado su "tiranía gansteril", Federico dijo– había ordenado la aprobación del ejercicio eterno del poder dictatorial al estilo estalinista –dos únicos votos en contra–, en pleno siglo XXI, sin que nadie de la izquierda española diga ni media palabra. Gran homenaje a Trotski, oidlo, podemitas de su cuerda, que describió aquel proceso que pasaba desde los sóviets al camarada secretario general con eliminación de todo lo demás, sin más repercusión que el despellejamiento de Andrés Nin en una checa comunista de Madrid o un famoso pioletazo en Méjico. ¿Hay alguien que lo recuerde en la memoria histórica? Ah, claro, esa es otra memoria, la de la verdad histórica sin amnesias coordinadas.
O nos rebelamos contra el horror, el de la manipulación, el de la mentira, el de la crueldad, el del poder absoluto contra la persona, o sus monstruos nos devorarán sin compasión como herederos indignos de la civilización de la Europa digna, la de la ciencia, la de la tolerancia recíproca, la de la solidaridad de ida y vuelta en libertad. Ya lo está haciendo. Por eso, lo advierto y lo predigo, para defender estas señas de identidad, no necesitamos un partido, sino un movimiento, una amplia rebelión en que la decencia se imponga a la conveniencia y la convicción a la ocasión.
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