Yo o el caos, lápida de Puigdemont
En su ridícula ingenuidad, Puigdemont se había llegado a creer el papel que le asignó por Artur Mas como presidente de la Generalidad.
Tras la charlotada Puigdemont-Comín, podemos barruntar que el procés era tan débil como un castillo de naipes. Nos referimos a tal imagen retórica cuando un minúsculo soplo puede derribar la apariencia de una gran obra. O sea, una obra sin consistencia. En este caso, un simple intercambio de mensajes de móvil ha servido para arruinar la apariencia, el delirio, la impostura de la revolución de las mentiras.
La onda expansiva ha sido tan devastadora que darle más vueltas al robado o al posado sería tendencia morbosa de dudoso gusto. Queda en pie lo único real, la catadura ensimismada del personaje. Y, en consecuencia, de toda la tramoya del procés.
En su ridícula ingenuidad, Puigdemont se había llegado a creer el papel que le asignó por Artur Mas como presidente de la Generalidad. En realidad, el astucias lo usó como mero sobrero en espera de que los tribunales y las circunstancias políticas volvieran a rehabilitarlo. No demostró más luces que el pupilo, pues no supo prever el brote megalómano que a menudo sufren personajillos de medio pelo en cuanto se ven desbordados por halagos y empresas épicas.
En su lamentable epitafio presupone que, neutralizada su coronación, todo se derrumba a sus pies. Ha confundido su propia derrota con la derrota del procés, la suerte de la República catalana con su propio sacrificio. Un iluminado que confundió la patria con su patrimonio político. ¡De la que nos hemos librado!
La realidad es muy diferente. Si algo hemos aprendido de estos escaña pobres es que son inasequibles al desaliento. Lo exponía el mismo día con fanática determinación un tuit de un tal Jordi Nadal:
Creo que este tuit es un compendio condensado de lo que es el nacionalismo, de su naturaleza enfermiza, masoquista y emocional. Es la evidencia de que los hechos y los acontecimientos no importan, sólo los estados de ánimo, la voluntad de ser.
Los tenemos donde queríamos. Ahora mismo, la policía y el Gobierno de España no tienen ni puta idea de qué planes tenemos los independentistas. Que nosotros tampoco lo sepamos es una anécdota, a la cual yo no le daría mucha importancia.
Efectivamente, que no sepan qué plan seguir no les importa, la cuestión es seguir, dar la lata, viven de eso, una especie de masoquismo pegajoso que convierte cualquier revés en el siguiente punto de apoyo para impulsarse. Cualquier cosa, por muy nimia que sea: el empujón de un policía el 1 de octubre, la detención de un broncas ayer en el asalto al Parlament, cualquier declaración del Gobierno que los contradiga, la decisión de un juez. La exaltación emocional, cuasi religiosa de este aquelarre nacionalista, vive de la derrota, y en el sacrificio de la derrota encuentra la energía para seguir dando la tabarra. Se sienten tan superiores, tan maltratados, tan demócratas…
Ayer Puigdemont escribió su epitafio político y el Gobierno de Mariano Rajoy rubricó su primera victoria. La historia podría haber sido muy distinta si Puigdemont no hubiera sido tan cobarde. El asalto de ayer al Parque de la Ciudadela demostró que el operativo policial diseñado por el ministro del Interior de España, Juan Ignacio Zoido, y llevado a cabo por los Mozos de Escuadra no hubiera podido impedir que Carles Puigdemont lograra llegar al Parlamento, protegido por una turba dispuesta a replicarse con su rostro.
Si eso hubiera acontecido, hoy sería una leyenda para los suyos y el Gobierno de Rajoy, odiado por no haber impedido la humillación del Estado. Si no lo creen posible, acuérdense del 1 de Octubre y su falta de coraje para aplicar el 155 de verdad.
La suerte y el espectáculo parecen pintar más en este esperpento que la determinación del Gobierno de la nación por hacer cumplir la ley. Entran temblores sólo pensarlo.
PS 1: ¡Ojo! Juntroleras es aún peor que Puigdemont, mucho peor. No esperen ni de él, ni de cualquier otro sustituto, mejor ventura.
PS 2: El Poder Judicial vuelve a salvarnos de los políticos: eL TC nos libra de las multas lingüísticas de la Generalidad. Ya era hora.
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