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Pablo Planas

21-D: democracia a la catalana

A los colegios tomados por los apoderados de los Comités de Defensa de la República hay que sumar los efectos de la ley electoral injustísima.

Archivo/EFE

El Gobierno ha anunciado el establecimiento de un dispositivo especial para las elecciones del jueves en Cataluña ante el elevado riesgo de ataques informáticos acompañados de bombardeos de noticias falsas y de alteraciones digitales de toda índole patrocinadas por Julian Assange, Edward Snowden, la sectorial de Anonymous en la Assemblea Nacional Catalana y los hackers de Vladimiro. En todo lo catalán, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría ha pasado de dar tranquilamente la espalda a Oriol Junqueras a no fiarse ni de su sombra, lo que no es óbice para que el separatismo mantenga intacta su capacidad de reírse del Gobierno, organizar el 1-O y cargarse el 21-D.

La vigilancia del espacio sideral durante el día de autos es un loable propósito gubernativo que puede contribuir a despistar (más) al gabinete de crisis catalana de Moncloa en lo que se refiere al aspecto concreto y real de los colegios electorales, las mesas, urnas y papeletas de las autonómicas. Para empezar a hablar, las candidaturas separatistas disponen de más de dieciséis mil interventores (10.607 aporta de momento ERC) para controlar ocho mil mesas electorales. Por contra, los otros partidos apenas suman entre todos cinco mil.

Tal desequilibrio prefigura el escenario electoral del antecedente directo, las elecciones autonómicas del 27 de septiembre de 2015. Aquel día hubo colegios en los que había que atravesar auténticas manifestaciones de apoderados separatistas para poder votar. En los centros en los que había presencia de elementos del PP o de Ciudadanos, los susodichos soportaban estoicamente el vacío a los leprosos mientras los scouts de la CUP porfiaban por facilitar a las monjitas el trámite de votar.

Los indepes tardaron cinco minutos en desconvocar la paella popular de la CUP para las elecciones convocadas por Mariano Rajoy porque en el mismo momento que el presidente del Gobierno anunciaba la solución del artículo 155 de la Constitución planteaba el problema de unas elecciones inmediatas en las condiciones ambientales labradas por el nacionalismo durante cuatro décadas.

A los colegios tomados por los apoderados de los Comités de Defensa de la República hay que sumar los efectos de la ley electoral que otorga a un voto en Queralbs, el pueblo de veraneo de Jordi Pujol, el valor de diez papeletas en el Hospitalet. Y luego que los responsables finales del recuento son altos cargos afectos al separatismo.

Sin embargo, entre las filas separatistas sólo la CUP ha tenido el decoro de no poner en tela de juicio lo que pase el 21-D. A su modo, la pijería anticapitalista tiene un cierto sentido de la proporción y se ha limitado a decir que si, a pesar de todo, pierden no piensan reconocer los resultados. ERC y Junts per Puigdemont, más pragmáticos, ya se han liado la manta a la cabeza de mentar un pucherazo. Entre tanto, Ciudadanos se fía de la Generalidad (el Estado en Cataluña) y el PP se prepara para ratificar los datos supervisados por los interventores de la republiqueta. Dadas las condiciones, cualquier resultado que aboque a la repetición de las elecciones sería un milagro a la luz de la invocación de un 155 que serviría para prolongar sus benéficos efectos a pesar de su pacata aplicación. Todo lo demás es más proceso, sobre todo en la tesitura de que Ciudadanos gane las elecciones para no poder gobernar, lo que sería tan histórico como estéril. Eso sí, en el entretanto, Moncloa vigila a los rusos y el candidato del PP apoya al del PSC en el caso de que Arrimadas sea la más votada. Para redondear el cuadro, juegan fuera, en un sembrado de minas y con el árbitro comprado. Democracia a la catalana.

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