Alegrías con el dinero ajeno
La socialista Carmen Calvo, del Gobierno de Rodríguez Zapatero, proclamó, con desafortunada frase: "El dinero público no es de nadie".
Ya sé que una ministra, la socialista Carmen Calvo, del Gobierno de Rodríguez Zapatero, proclamó, con desafortunada frase: "El dinero público no es de nadie". Es la única que se ha atrevido a manifestarlo con tanta claridad y contundencia, aunque estoy convencido de que son muchos los que así lo creen, a juzgar por sus actuaciones.
El dinero público, señora Calvo, señora Carmena y señores y señoras que discurren por el escenario de lo público, tiene un dueño, que ha sido despojado coactivamente de él para atender, teóricamente, las necesidades de bienes públicos indivisibles que derivarán en beneficio de la sociedad entera. Bienes públicos indivisibles que, por esta naturaleza, no pueden asignarse mediante el mecanismo de precios en el mercado.
De la teoría a la realidad, sin embargo, media un abismo. Suponer que la utilidad para la sociedad de cada unidad de dinero público gastado supera o iguala al esfuerzo que cada ciudadano ha tenido que hacer pagando sus impuestos es tanto como afirmar que todo gasto realizado por el sector público deviene en beneficio de los ciudadanos en su conjunto, atendiendo sus necesidades de bienes públicos prioritarios, que serán los de mayor utilidad.
Por eso el Estado, que para bien o para mal rige nuestras vidas, debería establecer cautelas para racionalizar, limitar o eliminar aquellos gastos que entrarían en la clasificación de los que se realizan ad pompam vel ostentationem; es decir, no para utilidad de los ciudadanos sino para mayor gloria de quien los realiza.
Su volumen, sobre todo por quienes nada o poco útil pueden hacer, ha crecido de forma extraordinaria, de suerte que en cualquier presupuesto de las administraciones públicas, a cualquier nivel, son cada vez más los despilfarros. Hecho éste que se ha disparado desde que el populismo conquistó las elecciones.
En la Villa de Madrid, y disculpen el localismo, porque estoy seguro de que ejemplos semejantes los podríamos encontrar, generosamente, en cualquier otra ciudad, hay ahora dos proyectos que, además, el Ayuntamiento ha convertido en fundamento de su gloria: la peatonalización –así se llama– de la Gran Vía y la reforma –aberrante, digo yo– de la Plaza de España.
Ninguno de los dos superaría el mínimo test de utilidad para los ciudadanos que vivan en o vengan a la ciudad. Ambos, como otros, se inscribirán entre los fracasos de proyectos necios cuyo resultado es, simplemente, el derroche de ese dinero que para algunos no es de nadie. La decisión se refugia en la supuesta consulta a la ciudadanía –anónima y de dudoso control–, que elimina los informes técnicos y los juicios de cronistas y asociaciones avalados por quienes los suscriben.
De todos modos, de momento nos estamos entreteniendo con ello, sin hacer mención a lo útil que no se hace, y si después el fracaso resulta clamoroso desharemos lo hecho, con nuevo dinero, que tampoco será de nadie.
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