España, rota y roja
Fragmentar España es la estrategia de la izquierda para alcanzar un poder que en una España unida le sería imposible.
En la sucesión de delitos y faltas que está suponiendo el ataque contra la democracia constitucional española hay que distinguir analíticamente entre el atentado contra España y el golpe contra la democracia. En Cataluña 2017 se está repitiendo la doble insurrección que se produjo durante 1934 contra la II República. Si en aquella ocasión la izquierda atacó a la democracia desde Asturias, porque no había conseguido llegar al poder, y el nacionalismo a España desde Cataluña, para conseguir la independencia, en la actualidad ambas fuerzas han concentrado sus empeños en Barcelona, representadas en las figuras de Puigdemont y Colau. No se puede entender el golpe de Estado catalanista sin tener un ojo puesto en el nacionalismo xenófobo, que quiere una España rota, y otro en la izquierda excluyente, que traicionará a España si eso supone que sus despojos sean rojos.
Ada Colau, en la infame carta que ha dirigido a los políticos europeos, donde iguala la (espumosa) respuesta del Estado de Derecho al (postmoderno) golpe de Estado nacionalista con la de un régimen autoritario, advierte contra el "populismo xenófobo" que se extiende por Europa obviando que ella es parte del problema. Porque nadie representa mejor que la alcaldesa de Barcelona el tenebroso ascenso del populismo en Europa, aliado del nacionalismo catalanista en su desprecio a andaluces, extremeños y, en general, todos los charnegos que se atreven a seguir usando el español en Cataluña.
Colau, reflejo especular de Marine Le Pen, versión postmoderna y descafeinada de la clásica revolucionaria de verbo fácil y maneras dictatoriales a lo Pasionaria, apoya explícitamente en su misiva la subversión contra Estado de Derecho de los nacionalistas e, implícitamente, sus tesis para la limpieza étnica y lingüística de los catalanes que no pasen el examen de catalanismo, consistente en hablar incorrectamente el español, tras años de inmersión forzada en el catalán en un sistema educativo forzoso, y comulgar con todos los mitos culturales catalanistas.
Fragmentar España, por otro lado, es la estrategia de la izquierda para alcanzar un poder que en una España unida le sería imposible. Una República de Cataluña caería inmediatamente en una guerra civil entre la derecha más retrógrada de Europa, con Puigdemont a la cabeza, y la extrema izquierda más beligerante, con la CUP como fuerza de choque y Colau soñando con ser la primera honorable de la República Popular de Cataluña del Sur.
Ante la pinza del catalanismo y el podemismo, el Gobierno español ha reaccionado como los gatos que en la carretera se ven deslumbrados por el coche, permaneciendo estupefactos mientras esperan el golpe mortal. Pero no solo ha sido responsabilidad de Rajoy y sus tibios adláteres la impunidad de la que están disfrutando Puigdemont, Colau y los suyos. Por parte del conjunto de los españoles que apoyan la democracia constitucional ha faltado un frente común de compromiso con los valores históricos y liberales sobre los que se sustenta nuestro período histórico de mayor riqueza, prosperidad, libertad e igualdad. Son millones de españoles los que se han puesto de perfil ante el golpismo, en nombre del "diálogo", la "moderación" y otros mantras que encubren la cobardía moral y la irresponsabilidad política.
Cuando otro nacionalista xenófobo, el senador Joseph McCarthy, puso contra las cuerdas los valores de la democracia norteamericana, Orson Welles advirtió que los izquierdistas en su país no le plantaron cara porque prefirieron traicionar y delatar a sus amigos para salvar sus mansiones y sus piscinas. En este país, con tal de evitar que los llamen "fachas" y poder seguir acudiendo al pesebre cultural dominado por los suyos, las gentes de la izquierda preferirían que les cortasen las manos antes que sujetar con ella la bandera que simboliza lo mejor de una nación ofendida, ultrajada y violentada: España.
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