En la recta final
Faltan seis días para el 1-O y lo único que podemos hacer es cruzar los dedos para que la tensión no acabe en una refriega cuyas consecuencias es preferible no imaginar.
Y entonces, señores y señores, ladies and gentlemen, después de años de promoción del espectáculo, las fanfarrias anuncian que llegamos a la recta final del desafío en los términos previstos. Al no encontrar obstáculos que impidieran su avance, los defensores de la República Independiente de Cataluña han llegado a las inmediaciones del 1-O con pertrechos suficientes para plantarle cara, cuerpo a cuerpo, a los guardianes de la ley que se atrincheran en la última barricada del fuerte. No hacía falta ser un lince para saber que la inacción previa nos conduciría hasta aquí.
La muchedumbre corta el tráfico. Provoca el caos. Pincha la ruedas de los coches patrulla de la guardia civil. Los agentes, a duras penas, penetran en los almacenes donde el furriel del referéndum guarda parte del material necesario para la consulta. Diez millones de papeletas, carteles electorales, actas para el escrutinio, hojas del censo, formularios diversos… Para mover el alijo hacen falta siete furgonetas. Las brigadas ciudadanas se hacen fuertes y bloquean la salidas para que los agentes no puedan abandonar el local. El ambiente se va calentando. "No saldréis -grita la turbamulta-, tendréis que pasar por encima de nosotros". Pasan las horas. Los guardias siguen acorralados.
Escenas parecidas se repiten en otros lugares. La sede del PSC es atacada. Más de dos mil vocingleros defienden el cuartel general de la CUP. La consejería de economía se engalana con pancartas. En la Ramblas, cuarenta mil manifestantes corean la arenga del presidente de la ANC: "si nos quitan las urnas, las construiremos. Que nadie se vaya a casa. Será una noche larga". Una gran cacerolada redobla la percusión de la resistencia. Dos guardias civiles tratan de romper el cerco a través de la salida de emergencia del cine Coliseum. Los independentistas lo impiden. Máxima tensión. Disparos de fogueo. Los vehículos policiales son atacados y desmantelados.
La letrada de la comisión judicial que acompaña a los guardias civiles durante el registro del almacén donde se guarda el material prohibido tiene que abandonar el edificio por la azotea. El juez llama a Trapero, el mayor de los Mossos, y le ordena que active un dispositivo de seguridad que permita la salida de la Benemérita. Hora y cuarto después llegan los efectivos de la policía autonómica. La increpación ciudadana les da la bienvenida: "Mossos no us mereixeu las senyera que porteu". Los Mossos, al fin, cargan contra los manifestantes. El presidente de Omnium Cultural pide que la concentración no se disuelva y llama a la movilización permanente.
Y en eso estamos, en efecto. En la trifulca incesante, apalancados sobre un polvorín en plena vía pública que cualquier chispazo imprevisto puede hacer saltar por los aires. Nadie podrá convencerme de que esta era la situación soñada por el Gobierno. Nadie podrá convencerme de que no era la situación soñada por la Generalitat. Los estrategas del prusés no podían aspirar a mucho más. De nuevo, los sediciosos nos han llevado al terreno que más les convenía. Faltan seis días para el 1-O y lo único que podemos hacer es cruzar los dedos para que la tensión no acabe en una refriega cuyas consecuencias es preferible no imaginar.
Mientras tanto, Rajoy se va a pelar la pava con Trump, los policías de Interior se acuartelan hacinados en camarotes decorados con la imagen de Piolín, los Mossos se resisten a obedecer al coronel de la guardia civil elegido por la fiscalía para coordinar a las fuerzas de seguridad, Puigdemont cesa a los árbitros de la sindicatura electoral multados por el TC para librarles de la banca rota, la CUP mueve los hilos para allanar la convocatoria de una huelga general y las urnas siguen en paradero desconocido. No está el patio para cantar victoria.
Y, sin embargo, el jefe del Gobierno ya ha dado por cumplida su palabra de evitar la celebración del referéndum. El sábado le pidió al presidente de la Generalitat que reconociera su derrota para evitar el bochorno del ridículo. Cualquiera diría que está orgulloso del papel que ha jugado el Estado en esta historia y que da por hecho que todo ha terminado, y además bien. ¿Se puede saber en qué mundo vive? A menos de una semana de la fecha señalada, con las calles de Cataluña tomadas por los radicales, la desobediencia a jueces y fiscales a la orden del día, las fuerzas de seguridad sitiadas por la multitud, los Mossos en huelga de celo, los estibadores boicoteando el avituallamiento de la Guardia Civil, el presidente del Gobierno en Estonia y la Oposición jalando de las riendas de cualquier reacción enérgica, ¿de verdad hay motivo para concluir que todo ha terminado bien? Que Santiago apóstol nos proteja de semejante estupidez.
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