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Mario Noya

El edificio que es Venezuela

Hay en Caracas una construcción singular, sobrecogedora, que iba a ser una suerte de autopista hacia el cielo de la Modernidad pero es el infierno en la Tierra.

El Helicoide | Wikipedia

Hay en Caracas una construcción singular, sobrecogedora, que iba a ser una suerte de autopista hacia el cielo de la Modernidad pero es el infierno en la Tierra.

Esa construcción es El Helicoide. Y El Helicoide, el horror, es Venezuela.

Cuando se concibió, en los años 50 del siglo pasado, reventones de riqueza petrolera y desarrollismo bajo la férula del dictador Marcos Pérez Jiménez, El Helicoide iba a ser el mall definitivo, un descomunal "Centro Comercial y Exposición de Industrias" rompedor, sin parangón en todo el mundo, con restaurantes, guarderías, discotecas, un enorme cine, un hotel de lujo, centenares de tiendas, gimnasio, pileta, oficinas de las principales aerolíneas y hasta un helipuerto para ponerlo en comunicación directa con Maiquetía. "Esta es una de las creaciones más exquisitas brotadas de la mente de un arquitecto", dicen que dijo Neruda. Y que Dalí se ofreció a decorarlo, porque el caso es que El Helicoide, además de las espirales de Frank Lloyd Wright, evoca los relojes blandos de aquel ampurdanés estrafalario.

Para materializar El Helicoide y que esa Caracas frenética empezara a ser una nueva Atenas, se tomó una de las mil lomas de la ciudad y se la cinceló pulgada a pulgada, a fin de que la ciñeran a la perfección las elipses del complejo incomparable. Mil quinientos trabajadores trabajarían en tres turnos las veinticuatro horas del día en ese desarrollo fenomenal, para el que inicialmente se presupuestaron diez estratosféricos millones de dólares de la época, en el imaginario venezolano la Fabulosa Fiesta.

Esa obra babilónica iba a levantar un zigurat del futuro superpróspero en aquella Caracas muy pujante con pretensiones de acrópolis caribeña que sólo unos decenios atrás no pasaba de ser una callada ciudad modesta, de apenas 140.000 almas, con las colinas sembradas de tabaco y café. Un zigurat, sí, como el que fijó para siempre la Biblia en la memoria de la Humanidad.

Pero como la de la Torre de Babel, la historia de El Helicoide acabó mal. Aunque no lo condenó Dios: lo condenaron los hombres.

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Llama poderosamente la atención que esa monumental empresa hipermoderna sucumbiera ante una de las grandes figuras de la Modernidad. La democracia. El Helicoide era un proyecto privado pero quedó asociado al régimen autoritario de Pérez Jiménez desde el vamos. Y cuando el dictador fue derrocado, el coloso de asfalto (1.300 kilómetros cuadrados) se reveló un gigante con pies de barro que enseguida colapsó, dejando cantidades industriales de desolación, ruina y asombro.

Como el fatigado dinosaurio de Monterroso, después de todos estos años, El Helicoide sigue ahí. Pero lo que iba a ser el símbolo de la Venezuela turbocapitalista dio en convertirse en una suerte de jungla hobbesiana violentísima, carcomida por la prostitución y el narco, en la que llegaron a vivir 12.000 personas sin hogar (que siguieron sin tener luz, agua corriente y el resto de infraestructuras mínimas); y ahora es "una fortaleza amenazadora de la ley y el orden en un país que los ignora sistemáticamente", refiere la doctora Celeste Olalquiaga, artífice de un Proyecto Helicoide que pretende ahondar en las "contradicciones de la modernidad" historiando los "fracasos y abandonos" de ese monstruoso yate extemporáneo encallado en una miserable colina del Trópico. (De Olalquiaga he tomado los componentes esenciales de este texto –y hasta alguna de sus imágenes y metáforas–. Así como de este reportaje extraordinario del Guardian que no traducirá eldiario.es, su socio español entregado al blanqueamiento del criminal régimen bolivariano).

La megaconstrucción que podría haber sido emblema de libertad y prosperidad ha acabado siendo un sol negro que irradia sobre su ciudad un tétrico control opresivo, asfixiante, orwelliano: ahí, en esa ominosa antigualla de arquitectura de vanguardia, tiene su sede el Gran Hermano de Chávez, Maduro y la siniestra compaña, el Sebin, abominable Seguridad del Estado que es la mayor y peor amenaza para la seguridad de los venezolanos. Allí, en lo que iba a ser un fabuloso paraíso capitalista, se ha hecho fuerte una banda de socialistas del siglo XXI que torturan y asesinan como ya lo hacían sus semejantes chequistas del siglo pasado. "Hay al menos tres salas que se usan como cámaras de tortura. Y como toda la noche oíamos los gritos, no podíamos dormir", informa Rosmit Mantilla, activista LGTB que estuvo más de dos años encerrado en el –por qué el diminutivo– Infiernito, "un espacio de 5 por 3 metros, donde estábamos 22 personas": "Allí comíamos, hacíamos nuestras necesidades y dormíamos", sometidos permanentemente a la insufrible exposición de una blanca luz "enceguecedora". Se estima que esas condiciones indecibles las sufren en estos momentos más de 300 presos, en unos sótanos dantescos donde se han documentado "145 casos de tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes" en apenas año y medio (enero 2014-junio 2016): en ese inframundo se practican "descargas eléctricas, golpizas, colgamientos por horas", describe el director ejecutivo del Foro Penal, Alfredo Romero.


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El Helicoide "está maldito", aseguró en su día el maldito Hugo Chávez Frías, que contribuyó como nadie a degenerarlo en lo que es hoy, una cruza aberrante de Lubianka y Villa Marista de un futuro radiactivo, desechado. También lo creyeron Julio Coll y Jorge Castillo, dos arquitectos visionarios que quisieron resucitarlo como Centro Ambiental y acabaron disparatando que habían hablado con unos indios muertos que les habían dicho que la montaña se estaba vengando de quienes la habían profanado. La montaña habría sido en tiempos prehispánicos un cementerio magno. La montaña, por cierto, tiene un nombre clásico, anecdótico, devenido categórico con el paso de los años y por todos estos hechos catastróficos: Roca Tarpeya.

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¿Qué hacer con el Helicoide? Se ha resistido a 27 planes estatales y hasta al mismísimo tycoon Rockefeller. Y desde luego ya no estiliza la accidentada orografía caraqueña, de hecho ahora lo que parece es una excrecencia jibosa de la villa miseria que lo rodea. A Mantilla se le revuelven las tripas cada vez que se le presenta a la vista. Pero no quiere que desaparezca. O quizá quiera pero estime necesario que no deba:

Fue un emblema de lo que Venezuela pudo ser y no fue. Y ahora debe quedar como un recuerdo de lo que pasó y de lo que nunca más debe volver a pasar.

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