La tecnología no es lo que era
Estamos a las puertas de una revolución que provocará cambios que ni podemos imaginar.
La Ley de Moore murió en silencio tras cumplir el medio siglo. Uno de los fundadores de Intel, Gordon Moore, observó en 1965 que el número de transistores en el circuito integrado que mejor relación calidad-precio tenía en un momento dado se doblaba cada año. Traducido de la jerga, venía a predecir que los chips que son el corazón de los ordenadores y ahora de dispositivos como móviles y tabletas seguían un ritmo constante de mejora en sus capacidades y reducción de sus precios.
El propio Moore comentó allá por 2003 que su ley seguiría vigente una década más y después habría limitaciones físicas que impedirían mantener esa progresión. La tecnología habría madurado desde su crecimiento inicial y los avances serían de otro tipo. Y también acertó en esa previsión. Pero ha habido algo más. Las progresivas reducciones en el tamaño de los transistores y el empaquetado de más y más millones de ellos en los microprocesadores hace ya mucho que no han producido saltos equivalentes en la velocidad de los ordenadores. El calor que se generaba al subirles la velocidad lo ha impedido.
Así que ahora los fabricantes han seguido otros caminos. Para mejorar la potencia lo que se hace desde hace años es meter más núcleos en cada microprocesador: eso es más o menos equivalente a meter juntos varios microprocesadores en un solo chip. Sí, tener más núcleos en teoría te permite acelerar un ordenador. Pero en la práctica es complicado que el software que usamos día a día pueda aprovecharlos realmente bien. También se han centrado en otros objetivos, como que consuman menos energía o sean más pequeños, algo importante para los dispositivos móviles. Pero esto no es la Ley de Moore, es otra cosa.
¿Sienten ustedes la necesidad de cambiar de ordenador cada dos o tres años? A mí me pasaba. También es verdad que he sido un loco de la informática desde niño, así que entiendo que no soy el consumidor medio. Pero en décadas anteriores, si tenía el dinero, cambiaba de ordenador con esa frecuencia para aprovecharme de las últimas novedades. Ahora no: mi último cambio me ha llevado cinco años y lo hice porque me empezaba a fallar, no porque necesitara, o quisiera, uno mejor. En la redacción uso uno que debe de tener ya siete u ocho años. Y con cambiar el disco duro a uno de estado sólido, que eso sí ha sido un cambio a mucho mejor, ha bastado para tenerlo al día.
Con los móviles empieza a pasar lo mismo. Si los cambiamos es porque parece imposible que un fabricante actualice Android, o porque la batería empieza a renquear, pero no porque necesitemos el último Snapdragon o una pantalla que se curve por los bordes. Los posibles avances que publicitan universidades y laboratorios que más nos interesan son los que se refieren a baterías más longevas y que carguen más rápido. Parece que hayamos cogido del árbol la fruta más cercana al suelo y ahora los avances de esas cucarachas que son el corazón de las nuevas tecnologías son menores y más dilatados en el tiempo.
Pero eso no significa que no haya avances tecnológicos realmente revolucionarios a la vuelta de la esquina y mejorando a una velocidad que Moore envidiaría. Ahora bien, no están ya en el hardware, sino en el software y, más concretamente, en la inteligencia artificial. Estamos a las puertas de una revolución que provocará cambios que ni podemos imaginar. Los coches autónomos van a destruir empleos, hundir industrias y levantar nuevos negocios que sólo los más avispados sabrán crear. Y eso es sólo la parte más visible, y cercana. La tecnología ya no es lo que era, pero nos queda lo mejor.
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