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José García Domínguez

Islamofobia y multiculturalismo

¿De qué hablamos cuando, en Ámsterdam, Marsella, Londres, Berlín, Viena o Badalona hablamos de islamofobia?

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¿De qué hablamos cuando, en Ámsterdam, Marsella, Londres, Berlín, Viena o Badalona hablamos de islamofobia? Con las preceptivas variantes locales, hablamos en todos los casos del definitivo fracaso de esa utopía biempensante llamada multiculturalismo. Una quimera arbolada en torno a la creencia ingenua de que nosotros, los muy laicos, tolerantes y civilizados occidentales, encarnamos el modelo ideal que todos los demás habitantes del planeta ansían imitar y reproducir. Los modernos hemos querido engañarnos con la fantasía, por lo demás gratuita, de que los otros sueñan con ser iguales a nosotros. Recuérdese, sin ir más lejos, aquella exhaustiva colección de adánicas estupideces que se vertieron en la prensa europea a cuenta del presunto influjo liberador de Twitter y otros juguetes informáticos cuando los inicios de la llamada primavera árabe. Y de ahí la premisa mayor del multiculturalismo: que pueden coexistir en plácida armonía los principios que inspiran la democracia liberal, los propios de Occidente, con el código moral propugnado por el islam.

Pero ocurre que el islam canónico, el ortodoxo, resulta por entero incompatible con los valores que informan la convivencia en Europa, no por la acusación injusta de que auspicie la violencia de esa minoría marginal que integran los terroristas islamistas sino por el hecho, aquí inadmisible, de pretender imponer una regulación religiosa de la moral pública. Religión, moral y regulaciones, las suyas, que, por lo demás, ni tienen que merecernos ningún respeto ni están sus practicantes legitimados de modo alguno para exigirlo de nosotros. Y ello por la muy sencilla razón de que solo los seres humanos, las criaturas racionales de carne y hueso, son acreedores por naturaleza de merecer tal respeto. Ninguna ideología, ninguna filosofía, ninguna religión ni ningún dios poseen derecho alguno a coartar o condicionar la conducta pública o privada de un ser humano. Y mucho menos a exigirle respeto. Así, los creyentes musulmanes, en la medida en que son seres humanos, devienen dignos de merecer todo nuestro respeto.

Pero el Corán, en cambio, solo es una narración literaria. Y las narraciones literarias no tienen derechos. De ahí que a ningún discípulo intelectual de Nietzsche, Platón, Marx, Voltaire o Locke se le ocurra reclamar silencio y respeto a sus detractores con el argumento de que se sienten personalmente ofendidos ante las críticas a sus maestros. El fundamentalismo es algo consustancial al islam, del mismo modo que a lo largo de la historia también lo ha sido a los otros dos grandes cultos organizados con los que ha convivido, el cristianismo y el judaísmo. Y es que solo tras una larga batalla cultural de dos siglos, cuyas penúltimas escaramuzas –y autobuses– aún perduran a fecha de hoy, los fundamentalistas autóctonos terminaron aceptando el repliegue de las prácticas religiosas a la esfera privada. Así las cosas,en tanto que los devotos del islam insistan en la pretensión de imponer una moralidad colectiva en el espacio público seguirán instalados extramuros de lo admisible. E igual en Ámsterdam que en Hospitalet.

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