Donald Trump no es Ronald Reagan
¿Funcionará esa extravagante menestra de doctrinas inconexas, cuando no abiertamente contradictorias? Difícil saberlo ahora. Aunque lo más probable sea que no.
Ese entusiasmo ecuménico con que las bolsas de valores de Occidente, igual la norteamericana que las de la Unión Europea, andan festejando la llegada a la Casa Blanca del nuevo presidente de los Estados Unidos oculta la evidencia, más palmaria cada minuto que pasa, de que Donald Trump, pese a su altivo derechismo desacomplejado, no es precisamente la reencarnación de Ronald Reagan, sino algo bien distinto y distante. Porque ni Trump ha venido para vindicar la memoria de Reagan ni su alter ego anglosajón, Theresa May, semeja apreciar en exceso el legado ideológico de Margaret Thatcher. De hecho, sus primeros pasos, tanto los de Trump como los de May, anuncian una enmienda a la totalidad a las doctrinas basadas en la creencia de que los mercados son eficientes y se regulan por sí mismos, los dos principios axiales que dieron forma al núcleo de la revolución conservadora de los ochenta. En sus antípodas, ni Trump ni May ofrecen la menor sensación de pensar que el Estado forme parte del problema, la tercera pata filosófica de aquel cambio de paradigma que, con el tiempo, acabaría penetrando también en el territorio intelectual de la izquierda tras la aparición en escena de los nuevos laboristas de Blair y su equivalente yanqui, los nuevos demócratas de Clinton. Si bien sin verbalizarlo de modo expreso, el programa de Trump para sacar a Estados Unidos del estancamiento a la japonesa, el escenario que más temen sus élites, pasa por una recuperación de las políticas keynesianas clásicas combinadas con un repliegue nacionalista y antiliberal en el sector exterior.
¿Funcionará esa extravagante sopa menestra de doctrinas inconexas, cuando no abiertamente contradictorias? Difícil saberlo ahora. Aunque lo más probable sea que no. Y ello por tres razones. La primera la acaban de señalar los nada sospechosos analistas de JP Morgan, muy escépticos con el efecto macroeconómico de las bajadas de impuestos a los ricos y a las empresas prometidas por Trump. Su estimación, basada en evidencias empíricas por lo demás, es que el multiplicador keynesiano de los recortes fiscales será bajo, de entorno a un 0,6 en el primer caso y un 0,4 en el segundo. Traducido al román paladino: por cada dólar que los contribuyentes dejarán de pagar en impuestos, la demanda agregada, o sea el PIB de Estados Unidos, crecerá en 60 céntimos. Y en el caso de las empresas, en 40 céntimos. Con tales previsiones, soñar en crecimientos del PIB del 4% implica justamente eso, soñar despierto. Del segundo gran eje de la estrategia de Trump, la presión sobre las multinacionales americanas para que repatríen puestos de trabajo al interior de Estados Unidos, tampoco parece razonable esperar grandes resultados. Repárese, si no, en este simple dato: el precio medio de la mano de obra industrial en Estados Unidos es, según las últimas estadísticas oficiales publicadas, de 36,5 dólares por hora. Bien, pues en China el coste por hora de esa misma mano de obra asciende a… 4,12 dólares. Contra eso, desengañémonos, no puede luchar ni Trump ni nadie. El tercero, en fin, ese vasto programa de inversiones en infraestructuras públicas financiado con recursos privados a cambio de exenciones fiscales y la propiedad de los proyectos, ofrece algo más que dudas.
Porque privatizar una autopista es fácil, ¿pero cómo se privatiza, por ejemplo, la red de alcantarillado de una gran ciudad, pongamos Nueva York o Chicago? ¿Y un sistema de radares de circulación? ¿Cómo ofrecer la seguridad absoluta a los inversores potenciales de que podrán recuperar y capitalizar el dinero aportado? La respuesta no se antoja sencilla. Pero, más allá de las muchas incertezas que deja entrever la letra pequeña de su programa, conviene no olvidar lo fundamental: Trump no es Reagan. Reagan permitió que se destruyeran miles y miles de puestos de trabajo en Estados Unidos a cambio de ganar la Guerra Fría a la Unión Soviética. Puso la política por delante de la economía propiciando que el dólar se revaluara por culpa de sus grandes déficits federales, lo que se tradujo en una pérdida generalizada de competitividad de las empresas americanas en el exterior. Y eso es lo que no quiere permitir Trump ahora. Su presión sobre la Unión Europea para que aumente el gasto militar encierra ese objetivo: evitar que la utilización como palanca keynesiana de la industria del armamento (un modo como otro cualquiera de estimular la economía) se traduzca otra vez en un debilitamiento de las exportaciones civiles de Estados Unidos al resto del mundo. El conflicto de intereses entre Europa y América, pues, está servido. Lo dicho: no es Reagan.
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