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Elías Cohen

Cien años de Sykes-Picot

Lo único que ha salido bien del acuerdo Sykes-Picot es Israel y, en menor medida, curiosamente, el Estado más artificial de todos los creados: Jordania.

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"¡Hemos acabado con Sykes-Picot!"
Combatiente del Estado Islámico (2014)

Este 2016 que ya termina ha sido identificado como el año en el que el populismo se hizo mainstream, según consignó William Galston en The Wall Street Journal. Sin embargo, 2016 marca también el centenario de uno de los acuerdos geopolíticos más transformadores del siglo XX, que en los últimos años hemos visto constantemente cuestionado: el "ominoso" –en palabras de Daniel Pipes– acuerdo de Sykes-Picot.

Ciertamente, en la última década hemos visto cómo las líneas establecidas en Sykes-Picot saltaban por los aires. En un vídeo de 2014, el Estado Islámico (EI) proclamó el fin de Sykes-Picot, al que consideraba una imposición extranjera, infiel y occidental sobre el mundo árabe y musulmán. El califato del EI, según Patrick Cockburn, histórico corresponsal irlandés en Oriente Medio, ha sido "el cambio más radical en la geografía de Oriente Próximo" desde, precisamente, el acuerdo Sykes-Picot.

El acuerdo consistió básicamente en el reparto secreto de los restos del Imperio Otomano entre Gran Bretaña y Francia –con el beneplácito del languideciente Imperio Ruso–, ante su inminente desmembramiento tras la Gran Guerra. Pluma, compás y cartabón en mano, Francia y Gran Bretaña pudieron introducir y extender conceptos e ideas europeos en el mundo árabe –que desde 1517 vivía bajo la administración del Imperio Otomano–, como el nacionalismo. Hasta entonces los árabes no pensaban en términos de Estado-nación. Además, los trazos en el mapa fueron una calamidad: se separó a tribus y familias que antes no necesitaban cruzar fronteras para comunicarse entre sí, y se otorgó el control de los nuevos países a minorías que gobernaron tiránicamente sobre mayorías (Irak y Siria como grandes ejemplos).

En principio, el acuerdo tenía como objetivo garantizar las condiciones para un gran Estado árabe, con capital en Damasco, y para un Estado judío. En lugar de ello, el Tratado de Sevres (1919) oficializó, bajo el paraguas de la Sociedad de Naciones, los Mandatos Británico (Palestina, Irak y Transjordania) y Francés (Siria y Líbano). También reconocía la creación de un Estado kurdo, pero tras la guerra civil en Turquía y el descubrimiento de petróleo en Mosul se puso fin a la idea. Las fronteras de los nuevos países se consolidaron en la Conferencia de San Remo de 1920 y se ratificaron en el Tratado de Lausana de 1923.

Francia e Inglaterra dibujaron fronteras y apadrinaron Gobiernos estables y despóticos, por un lado, para evitar que Oriente Medio cayera en el caos tras la caída del Imperio Otomano, y, por otro lado, evidentemente, para seguir teniendo poder e influencia sobre la región y, qué duda cabe, sobre el asunto central de la trama: el petróleo. Indudablemente, las potencias europeas se repartieron el territorio con un espíritu colonial como el que desplegaron en África. No obstante, en África no había petróleo, y en Oriente Medio sí. Y mucho.

Como señala Daniel Nepp, profesor de la Universidad de Georgetown, los nuevos Estados se constituyeron sobre restos del Imperio Otomano sin armonización social, económica, política, cultural o religiosa, y su cohesión interna vino determinada por la represión de regímenes autoritarios. La corrupción y la represión de éstos, en su mayoría laicos y de la órbita socialista, favorecieron que las masas sociales se cobijaran bajo la protección ofrecida por grupos y organizaciones islamistas como los Hermanos Musulmanes.

Hubo en los años 50 y 60 un amago de estabilidad para las naciones árabes en forma de panarabismo; pero, como apunta Antoni Segura en Política Exterior, "fracasó porque [ya] existían Estados árabes y prevalecieron los intereses de unas élites corruptas que derivaron hacia dictaduras o teocracias". La República Árabe Unida, conformada por Siria y Egipto y promovida por el presidente egipcio Gamal Abdel Naser, fue un intento de levantar esa gran nación árabe con capital en Damasco. Ninguneada por Occidente, y bajo el peso de todos los problemas que afrontó en su corta existencia (diferencias legislativas, clases dirigentes dispares, etc.), sólo duró dos años.

Si Sykes-Picot y su reorganización territorial han demostrado algo es que Israel no es el problema de Oriente Medio. Como subraya el siempre afilado Tim Marshall, esta mentira fue "azuzada por los dictadores árabes para distraer la atención de su propia brutalidad, y comprada por muchos tontos útiles en Occidente". En Oriente Medio ya había violencia antes de que llegaran los europeos. De acuerdo con Steven A. Cook y Amer T. Leheta,

las fronteras ‘no naturales’ de la región no han provocado las divisiones religiosas y sectarias de Oriente Medio. La culpa es del cinismo de los líderes políticos, que fomentan esas divisiones con la esperanza de mantenerse en el poder.

Así pues, Sykes-Picot no fue el causante de todos los males de la región, es cierto, pero el diseño y la estrategia aplicadas han resultado fallidas, no sólo por lo acontecido en los últimos diez años. Las guerras árabe-israelíes, las guerras civiles en el Líbano, la guerra Irán-Irak, las violaciones de los derechos humanos, el terrorismo yihadista, los enfrentamientos sectarios, la corrupción y la soldadesca salvaje han sido indicativos de que los franceses y los británicos dejaron todo peor de como lo encontraron. Con dos excepciones: Israel y Jordania.

Su prosperidad económica, su régimen de libertades y su sistema de garantías jurídicas hacen de Israel el único apeadero políticamente decente de la zona. Jordania, careciendo de democracia y siendo la nación más antinatural creada tras Sykes-Picot, es un país estable en el que la Primavera Árabe no cuajó. Arabia Saudí, es cierto, también es estable y es fruto de Sykes-Picot, pero sus características (promoción y financiación del terrorismo en el mundo, violación de los derechos humanos, represión y ejecución de opositores, etc.) no lo hacen precisamente un producto exitoso.

Cien años después, lo único que ha salido bien del acuerdo Sykes-Picot es Israel y, en menor medida, curiosamente, el Estado más artificial de todos los creados: Jordania.

© Revista El Medio

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