Lo que se da, no se quita
Rita Barberá era, para muchos, una presunta blanqueadora de capitales y, para muy pocos, una persona inocente mientras no se demostrara lo contrario.
No, no es verdad. La presunción de inocencia no significa que debamos mirar con candorosa neutralidad conductas sospechosas hasta que una sentencia judicial eleve un veredicto adverso. Entre una acusación infundada y una condena firme hay suficiente espacio para distinguir miríadas de situaciones distintas. Por supuesto que la mera denuncia de un adversario, de un aprovechado o de un loco no significa absolutamente nada. Tampoco la verdad judicial es una verdad absoluta. En la cárcel se han muerto, o se han hecho viejos, más falsos culpables de los que puede digerir nuestra conciencia. Pero las reglas del juego son las que son. Para todos. En teoría.
Si la maquinaria de la justicia se pone en marcha y la policía judicial obtiene pruebas indiciarias de la comisión de un delito, y si luego un juez, observando las debidas cautelas legales, considera que esas pruebas son lo bastante consistentes como para aconsejar la adopción de medidas preventivas, que incluso pueden llegar a ser de carácter carcelario, el acusado se convierte, de hecho, le guste o no, en un presunto delincuente. Desde ese instante, de él podrán presumirse dos cosas, ambas antónimas y ambas ciertas: la culpabilidad y la inocencia. Y cada ciudadano, dígase lo que se diga, tendrá que dirimir en su fuero interno a cuál de esas dos presunciones le concede mayor credibilidad. Las cosas son así. Funcionan así. No importa lo que diga el manual del deber ser.
Rita Barberá era, para muchos, una presunta blanqueadora de capitales y, para muy pocos, una persona inocente mientras no se demostrara lo contrario. La policía obtuvo pruebas de su implicación en una conducta presuntamente ilegal, las puso en conocimiento de un juez, éste las consideró sólidas y puso en marcha el mecanismo procesal para investigarla. Como no podía hacerlo por sí mismo, dada su condición de aforada, remitió la causa al Tribunal Supremo. En el entretanto, la opinión pública se dividió en dos bloques asimétricos. La inmensa mayoría se dijo: si un juez sospecha de ella, ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros? La inmensa minoría, por el contrario, siguió apostando por su honorabilidad.
No era ilícito, ni inmoral, considerar a Rita Barberá una sospechosa. El propio Estado de Derecho había dado pábulo a esa duda razonable. No sólo eso. Rita Barberá, además, era una dirigente del PP. Aún peor: era una dirigente del PP de Valencia. Si el PP en general se había ganado a pulso una reputación ética manifiestamente mejorable, el PP valenciano estaba inmerso en una atmósfera especialmente pútrida. Podrá decirse, con mucha razón, que la prensa, las luchas internas, la rabia de los adversarios, los intereses espurios y la psicopatología de una sociedad enferma contribuyeron a que esa atmósfera se volviera hedionda. Es cierto, sí. Pero el porqué de un hecho no modifica su aspecto. Con esos bueyes había que arar.
El PP, antes incluso de que comenzara el calvario del caso Taula, había decidido recomponer su imagen -es decir, su apariencia- para borrar de ella la mácula de corrupción que tanto estaba lastrando su credibilidad social. Rajoy alcanzó con Ciudadanos un acuerdo razonable: apartar de la vida pública a todos aquellos que la Justicia -insisto, la Justicia, no los particulares, ni los partidos, ni los medios de comunicación, ni los justicieros que vociferan en la calle como émulos rabiosos del juez de la horca- declara sospechosos de comportamientos indignos. La idea era que no sólo había que quitar del cesto las manzanas podridas, sino también las de aspecto dudoso. No había más remedio que cortar por lo sano. No bastaba con ser bueno, hacía falta parecerlo. Y Rita Barberá, a los ojos de muchos -incluidos policías y jueces-, no lo parecía.
Era lógico que su partido le pidiera, en esas condiciones, que se apartara de la escena. ¿Acaso hizo mal en pedírselo? Naturalmente que no. Haría muy mal en arrepentirse de haberlo hecho, que no es lo mismo. El problema no fue que salieran los vicesecretarios a pedir su cabeza, más allá de los excesos verbales que cometieron algunos, sino que ella se negara a dársela. El Parlamento que la nombró senadora autonómica le pidió que devolviera el acta y el partido que la propuso, y a quien representaba, le retiró su confianza. Pero a ella le dio igual. Evaluó los daños y ordenó sus prioridades. Decidió defenderse por encima de todo, aferrándose a su escaño contra el criterio de la mayoría, aunque ello dañara el prestigio del Senado y del PP. Desde ese punto de vista no me cabe la menor duda de que Rita Barberá cometió un acto flagrante de indignidad política.
Ahora bien: en el catálogo de indignidades que su pasión y muerte han sacado a relucir, la suya ha sido de las menores. No olvidemos que Rita Barberá tenía derecho a hacer lo que hizo. No contravino ninguna ley. Y si lo hizo fue, probablemente (aunque eso no lo disculpe), porque estaba segura de que nadie defendería su inocencia, de la que ella era la primera convencida, si dejaba que su nombre se recordara como el de la senadora que tuvo que renunciar a su escaño por corrupta. Así las cosas -genio y figura-, no le quedaba más remedio que enfrentarse sola al resto del mundo. Y lo hizo. Y pagó un alto precio por hacerlo. Sin saberlo, se condenó a muerte.
Su partido la echó de sus filas, y no para protegerla de la jauría de las hienas, como ha dicho el cretino de Rafael Hernando, sino para mantenerse alejado de su radiación contaminante. Muchos amigos le dieron la espalda. Sus compañeros de partido la rehuyeron como si se tratara de una apestada. Algunos rufianes la insultaron por la calle. Los periodistas la convertimos en paradigma de la corrupción. Y, después de muerta, un puñado de infames bípedos implumes le faltaron al respeto. He ahí un largo rango de indignidades que supera, con mucho, la que ella protagonizó quedándose en un asiento del grupo mixto del Senado. Que cada cual juzgue su conciencia y peche con las consecuencias.
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