Los nuevos héroes
La catadura moral de los nuevos héroes de la política está mucho más cerca de los personajes de Beau Willimon que de los de Aaron Sorkin.
Ah, pues a mí lo que me pasa, tal vez tenga que hacérmelo mirar, es que todo lo que veo alrededor, allí donde el mundo fabrica un nuevo líder, es una colección de héroes de pacotilla que prometen certezas a ciudadanos que andan desesperadamente necesitados de ellas. No son como los alquimistas fraudulentos del lejano oeste, que mezclaban sangre de serpiente, veneno de alacrán y orín de búfalo y vendían luego el resultado de la mezcla, debidamente envasado, como un antídoto infalible contra la caída del pelo, la impotencia sexual o el estreñimiento, dependiendo de que el público que tuvieran delante estuviera mayoritariamente compuesto por calvos, impotentes o estreñidos. Esos charlatanes ambulantes sabían de sí mismos lo suficiente: que eran un fraude y que debían poner pies en polvorosa, después de haber vendido la mercancía, para evitar que la ley o los propios incautos que habían creído en ellos les anudaran una soga al cuello y les hicieran bailar desde una rama del árbol del ahorcado.
Los vendedores de pociones mágicas de hoy en día, a diferencia de aquellos timadores de antaño, se creen sus propias mentiras y están convencidos de que el cargamento de frascos milagrosos que llevan en la carreta salvará al mundo de los males que le aquejan. No sé muy bien si a eso hay que llamarle populismo o no. Lo que sé es que el esquema básico se repite invariablemente en todos los ámbitos donde se han incubado últimamente héroes modernos: ciudadanos que se sienten en peligro porque sus puestos de trabajo, sus señas de identidad, su seguridad personal y la de sus familias, sus valores básicos y su futuro han dejado de estar a buen recaudo, lejos del alcance de la incertidumbre y la precariedad, depositan su confianza en esos vendedores de teóricas certezas que pasan a convertirse, gracias a la desesperación de los afligidos, en los nuevos paladines de la sociedad.
Aplíquese el patrón a la izquierda española, al chovinismo francés, a la excepcionalidad británica, a la decadencia imperial rusa o a la depresión norteamericana, por citar sólo algunos de los movimientos telúricos más célebres de la política contemporánea, y saldrán a relucir los nombres de Iglesias, Le Pen, Mr. Brexit, Putin o Trump. Ya sé que existen entre ellos muchas diferencias que los hacen incomparables, genuinamente específicos del hábitat concreto en el que han florecido, pero todos tienen en común el hecho de haber derrotado -o estar a punto de hacerlo- a los tinglados institucionales que, de haber funcionado correctamente, hubieran impedido su eclosión pública.
Llámense como se llamen -casta, élites, sistema o establishment-, todos los generadores de confianza que tradicionalmente habían dado seguridad a la sociedad moderna están fracasando estrepitosamente. Hasta ahora, esos tinglados institucionales, cualquiera que sea su nombre, poseían suficientes dosis de moderación, capacidad, eficacia, sensatez y variedad de recursos para solventar los problemas que angustiaban a los ciudadanos. Frente a ellos, los bocazas extra sistémicos aparecían como apuestas de riesgo, amenazas a la estabilidad o encarnaciones de un populismo barato que promete duros a peseta.
Pero las cosas han cambiado. Y ante el fracaso de la medicina política convencional, la gente ha comenzado a apostar por las pócimas de los chamanes. "La gente está cansada de trabajar más horas a cambio de salarios más bajos, de ver cómo los empleos decentemente retribuidos se marchan a China, de que los multimillonarios no paguen impuestos y de no poder afrontar el coste de la educación universitaria de sus hijos", ha dicho Bernie Sanders para explicar la ira social que ha hecho posible el triunfo de Trump. A la lista del candidato demócrata que perdió las primarias ante Clinton se pueden añadir otros muchos factores que justificarían reacciones igual de iracundas en otros lugares del planeta: miedo a la inmigración, a la globalización, al terrorismo yihadista, a las estructuras supra nacionales, al fin de las tribus…
Los duelos electorales ya no se mueven en el eje izquierda o derecha, arriba o abajo, nuevo o viejo, sino en la disyuntiva radical sistema o antisistema, siendo sistema lo equivalente a continuidad, a más de lo mismo, a cronificación de la incertidumbre, y siendo antisistema la única opción de cambio que permite alumbrar la esperanza en un futuro distinto. Ya no son sólo antisistema los extremistas que quieren romper con lo establecido para poner el mundo patas arriba, ahora también lo son aquellos que, desengañados por la ineficacia de los recursos de la gobernanza clásica, buscan la estabilidad y la seguridad perdidas en las promesas mesiánicas de los nuevos héroes electorales, capaces de sortear la vigilancia de los partidos, de los medios de comunicación, de las instituciones financieras o de los resortes del Estado y alzarse con la victoria infiltrándose a través de las redes sociales o la tele basura. Conclusión: David vence a Goliat porque Goliat se ha convertido en un gigante inepto, corrupto, artrítico, miope, incapaz y grasiento.
Hay personas mucho más listas que yo que predicen que las instituciones de la democracia serán capaces de embridar las bravuconadas de los recién llegados. Creen que el sistema que ha hecho posible, por su propio deterioro, que se abra para ellos el cielo del poder también hará posible -por inercia, supongo- su conversión en ángeles razonablemente sensatos ¿Pero cuál es esa inercia en la que confían? ¿Acaso la misma que ha llevado a que los americanos que amaban El Ala Oeste de la Casa Blanca se hayan convertido en fans de House of Cards? Con Josiah Bartlet había esperanza. Con Frank Underwood, ninguna. Las instituciones no hacen a las personas, es justo al revés. Y la catadura moral de los nuevos héroes de la política está mucho más cerca de los personajes de Beau Willimon que de los de Aaron Sorkin. Al mal, después de todo, sólo se le vence con sobreabundancia de bien.
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