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Jorge Soley

Trump y Hillary: ellos son nosotros

Se entiende que sean muchos los estadounidenses que tienen la sensación de estar viviendo una pesadilla.

Hillary Clinton y Donald Trump, en uno de sus debates | EFE

A falta de una semana para las elecciones del día 8, parece que todo el pescado está vendido y tendremos a Hillary Clinton en la Casa Blanca los próximos cuatro años. La campaña de Trump, que nunca ha acabado de levantar el vuelo (quizás tuvo su momento de oro en aquel desvanecimiento de Hillary), no ha conseguido dar el vuelco durante los posiblemente más vulgares e inconsistentes debates de la historia de las elecciones presidenciales y ha visto cómo la inmensa mayoría de los medios de comunicación, el mainstream, se ensañaban sobre el pasmarote en que se ha convertido (y sí, él tampoco ha ayudado mucho), mientras preferían pasar de puntillas sobre los múltiples y malolientes cadáveres que guarda Hillary en su armario. La aparición de unas lamentables expresiones machistas y groseras de Trump en una grabación de hace once años, aireadas ahora como si se tratase de la sirena que avisa de que el recreo ha terminado, han sido la oportunidad esperada por muchos republicanos para encontrar una excusa y desmarcarse de un candidato que consideran condenado a la derrota. Un movimiento éste al que se han apuntado 160 líderes republicanos y que no deja de evidenciar la vergonzante posición en que el establishment republicano se ha embarrado (al contrario que el Partido Demócrata, que no dudó en hacer trampas para que las primarias eligieran al candidato conveniente, y además siempre con esa cara de inocencia que el buen progresista pone cuando le pillan con el carrito de los helados). Porque, ¿realmente pretenden hacernos creer que este tipo de declaraciones les ha sorprendido en alguien como Trump? Estimamos su inteligencia en bastante más.

La última jugada de Trump, denunciando que las elecciones están amañadas y pidiendo observadores, confirman que ni él confía en su victoria y que ya está trabajando en la narrativa del día después. El fino hilo de la esperanza para Trump se hace cada vez más sutil y ya solo le queda aferrarse a que las encuestas, como ya ha sucedido en los casos del Brexit y de Colombia, hayan subvalorado el apoyo al magnate, suponiendo que muchos estadounidenses no se atrevan a proclamar en público su voto al niño malo de estas elecciones. Una suposición que quizás no ande tan alejada de la verdad en las grandes ciudades y entre los círculos elitistas, pero que no parece reflejar la realidad del resto del país, donde los seguidores de Trump proclaman con orgullo su apuesta.

En cualquier caso, en las previsiones que incluso un medio conservador como Real Clear Politics maneja, Hillary tiene 252 electores casi seguros, mientras que Trump solo cuenta, por el momento, con 126. Como el número mágico que te da la presidencia es 270, esto significa que Trump debería ganar en casi todos los 9 estados que aún están en juego. En concreto, solo puede permitirse el lujo de perder en uno de ellos, y nunca en Florida, Ohio, Pensilvania, Carolina del Norte, Arizona, Georgia o Texas: solo puede conceder la victoria a Hillary en Nevada o Iowa. Una heroicidad épica que no es imposible, pero que se antoja harto improbable (aunque, como casi todos hemos dado por finiquitado a Trump en más de una ocasión, casi no nos atrevemos a volver a desahuciarlo, no vaya a ser que volvamos a dar un patinazo).

Una situación que, por cierto, revela una tendencia de la política estadounidense: de un país bipartidista, en el que dos grandes partidos compiten por el apoyo de los electores, se está pasando a un país monopartidista con sólidas ventajas para uno de los dos dependiendo del estado. La realidad es que más de 350 de los 538 grandes electores no se disputan: tan grande es la ventaja demócrata o republicana que los electores van a uno u otro partido sea quien sea el candidato. Y de hecho en 2012 solo en cuatro estados la diferencia entre los dos partidos fue inferior al 4%, mientras que en 1976 fueron veinte. Un fenómeno que no se limita a las presidenciales: en las elecciones para renovar el Congreso, sobre 435 diputados, solamente 25 están realmente en juego.

Ahora que se acerca el final, aparecen también las primeras voces que se preguntan cómo es que los Estados Unidos están eligiendo entre dos candidatos tan manifiestamente mejorables. ¿Son una muestra del declive político de la primera potencia mundial? Peter van Buren, en The American Conservative, contesta provocadoramente: reconozcámoslo, ellos son nosotros. Hillary es el arquetipo de la apparatchik dispuesta a todo por el poder, que concibe a las masas como materia manipulable, enriquecida a base de corruptelas pero muy consciente de a quién debe agradar para seguir aferrada a ese poder que es su única ambición. Trump es un charlatán sin escrúpulos, vulgar y grosero, un manipulador simplista que usa la televisión para embaucar a las mentes reblandecidas por tanto reality show. Una política sin principios ni escrúpulos y movida por la sed de poder frente a un demagogo que agita las pasiones más básicas: ¿no les suena familiar? David Schindler decía lo mismo con otras palabras en una entrevista en el New York Times: "Representan la creciente absorción de la política democrática por los intereses. Trump encarna esta realidad de manera vulgar, Clinton de modo más sistémico".

Cuando parece que vamos a tener a Hillary los próximos cuatro años, no está de más ser conscientes de lo que se nos viene encima. Yuval Levin y Ramesh Ponnuru, en un escrito publicado en el Ethics & Public Policy Center, argumentan con brillantez cuáles son los rasgos que encarna la candidata demócrata (no sin antes reconocer que Trump se inclina hacia una retórica autocrática y es errático e impredecible): una deshonestidad sin escrúpulos, un unilateralismo del Poder Ejecutivo que desprecia las bases del sistema institucional y una promoción de un "Estado administrativo", tecnocrático, en el que miríadas de agencias reguladoras, sin control alguno, multiplican las normas y se adjudican el poder para hacerlas aplicar. Si a esto le añadimos su enfeudamiento a la multinacional del aborto Planned Parenthood y su desprecio por la libertad religiosa, se entiende que sean muchos los estadounidenses que tienen la sensación de estar viviendo una pesadilla.

Una última recomendación: no pierdan de vista las batallas por el Congreso y el Senado. El Congreso, que se renueva completamente, parece que va a continuar en manos republicanas, pero el Senado, que renueva 34 de sus 100 asientos, está que arde. Entre los que no se renuevan y los asegurados por una sólida ventaja en las encuestas, los demócratas cuentan con 47 senadores por 46 los republicanos y todo se juega en 7 estados.

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