A más corridas, más libertad y más 'Espanya'
Una sentencia judicial no debe hacernos olvidar que la batalla importante es la cultural.
En Pasión y muerte de la Segunda República, el libro de memorias de Fernando Vázquez Ocaña, la mano derecha de Juan Negrín, hay un pasaje en el que se comenta que, en general, a ningún grupo le fue mal con el advenimiento de la República, salvo a los jesuitas y a los aficionados a los toros. Desde la Constitución del 78, los jesuitas ya no temen la expulsión, incluso ateos como Gustavo Bueno se declaran católicos, pero los taurófilos sí deben temer el exterminio cultural. De hecho, ha sido necesario todo el talento jesuítico para la casuística argumental en el caso de la sentencia del Tribunal Constitucional que dictamina que la prohibición de las corridas de toros por parte de las comunidades autónomas es ilegal.
La pinza entre la irracionalidad nacionalista y el sectarismo animalista llevó a que la Generalitat consumase el ataque contra el símbolo por antonomasia del "Estado español". En Bruch, una localidad de la comarca de Anoia lindando con Lérida, Barcelona y Tarragona, grupos independentistas acostumbran a derribar periódicamente el único toro de Osborne que queda en Cataluña. Su justificación es la misma que, en el fondo, estaba en la mente de los parlamentarios catalanistas contra la Fiesta Nacional:
Inmundicia cornuda española que pretendía ensuciarla (...) el toro [de Osborne] ha caído y, después, ha sido pisado, ultrajado y humillado por los patriotas, que lo han vencido mientras por el horizonte salía un sol de justicia.
Antitaurinos en razón de su antiespañolismo, ya que fiestas nacionales (pero de la nación catalana, claro) como la de los toros embolados ni tocarlas, Ada Colau incluso había censurado unos anuncios publicitarios en los que se informaba de corridas de toros en… ¡Zaragoza! La tormenta perfecta de inquisición nacionalista y mojigatería animalista se había desatado sobre la celebración dionisiaca, vitalista y, ay, españolísima, que diría el ampurdanés Salvador Dalí, el personaje que encarnaba Morante de la Puebla en la imagen censurada por el comité macartista-podemita del Ayuntamiento de Barcelona. Cuando el "odio a la inteligencia" que según José Bergamín caracteriza la animadversión hacia las corridas se ha combinado con el "odio a España", que Félix de Azúa cifra como la esencia del sistema educativo catalán, es de esperar que lo de toreros muertos pase de ser la denominación de un grupo musical hortera al lema de una alcaldía cutre.
Dos vías se podían elegir ante el TC para combatir la prohibición de la tauromaquia. Por un lado, cabía plantear que la libertad de expresión es un derecho fundamental que ampara también la libertad artística. Y hay una amplia literatura que defiende el carácter artístico del toreo. Bastaría, por ejemplo, adjuntar a la reclamación taurina un ejemplar de La caza y los toros de Ortega y Gasset. Por otro lado, más jurídico, cabía aducir las competencias de cada Administración, la autonómica y la central. El primero sería un debate más bien filosófico. En el segundo dominaría lo legalista. El PP, que es un partido dominado por abogados del Estado más que por estadistas, por tecnócratas en lugar de por políticos de pura raza, se inclinó por el aspecto más formal y, al parecer, ha conseguido que el TC se incline a favor de una parte del Estado español, el Gobierno central de Madrid, contra otra parte del Estado español, el Gobierno autonómico de Barcelona.
Pero una sentencia judicial no debe hacernos olvidar que la batalla importante es la cultural. Y que el hecho de que las corridas de toros sean legales en Cataluña no implica necesariamente que se vayan a organizar. Para que se pase del dicho jurídico al hecho institucional, del papel al albero, hará falta voluntad política, deseo cultural e inteligencia organizativa, que cabe dudar se pueda dar en una región como la catalana, donde el establishment separatista y, lo que es peor, la cosmovisión catalanista se han impuesto por doquier.
La victoria en el TC puede ser pírrica si no se comprende que, más allá de una resolución leguleya sobre competencias dentro del Estado español, lo relevante es la guerra cultural entre españoles, los defensores de la libertad en el arte frente a los enemigos de la diversidad y la creatividad. En caso contrario, y parafraseando a Vázquez Ocaña, no habrá texto del Constitucional que evite la pasión y muerte de la tauromaquia en Espanya.
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