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Mario Noya

El desastre de Oslo

Oslo ha sido una calamidad para israelíes y palestinos; una auténtica maldición que no ha procurado la paz sino, paradójicamente, más extrañamiento y violencia.

Isaac Rabin, Bill Clinton y Yaser Arafat | Wikipedia

Tal es el título de este paper del flamante director del Begin-Sadat Center for Strategic Studies (BESA), profesor Efraim Karsh; un demoledor repaso de todos estos años (23 ya) del proceso de paz por antonomasia, quizá el que menos se merezca la etiqueta, y que incorporó instantáneas al imaginario colectivo que bien podrían haber sido tomadas por presagios de lo que vendría, si se hubiera reparado más en el rictus de Rabin en muchas de ellas: aquí les dejo un par.

Oslo ha sido una calamidad para israelíes y palestinos, concluye Karsh; una auténtica maldición que no ha llevado la paz a los pueblos enfrentados sino, paradójicamente, más extrañamiento y violencia. Para Israel, ha sido un tremendo error (el peor en términos estratégicos) que –enumera Karsh– ha desestabilizado su sistema político, agravado sus tensiones internas, radicalizado a su minoría árabe y perjudicado sensiblemente su imagen internacional. Para los palestinos, ha significado un formidable retroceso en términos de libertades y prosperidad, una auténtica hecatombe de la que sólo podrán reponerse –sentencia el autor de Palestina traicionada– el día en que acometan una transformación radical de su propia sociedad, que necesariamente ha de pasar por la erradicación de todo lo que representan quienes detentan el poder en ella actualmente: la OLP de Mahmud Abás y la organización terrorista islamista Hamás.

Lamenta, denuncia, condena Karsh que, en vez de confiar en las élites palestinas locales, muy familiarizadas con un Israel bajo cuya ocupación sus comunidades alcanzaron cotas muy notables de desarrollo económico y social, el Estado judío prefiriera resucitar a un muerto, una OLP con todo el plomo en las alas luego de sus monumentales fracasos en Jordania y el Líbano y que había acabado de desprestigiarse con su entusiasta apoyo a Sadam Husein cuando el psicopático caudillo iraquí a principios de los años 90 invadió Kuwait. Lejos de enterrar definitivamente a una de las organizaciones que sentaron las bases del terrorismo de masas moderno, Isaac Rabin y Simón Peres le despejaron el camino para erigir una "entidad terrorista inerradicable" en los meros territorios en disputa; con lo que ya no es que la dieran vida, sino que le otorgaron un poder inaudito y le confirieron una legitimidad enseguida jaleada por la comunidad internacional que, sangrante paradoja, acabó mermando la del propio Estado de Israel. Y de la que se acabó beneficiando incluso Hamás, a la que la Unión Europea baila el agua y que hasta se permite el lujo de tener residencia permanente en un país miembro de la OTAN como Turquía.

Yaser Arafat, el otro Nobel de la Paz en esta historia sórdida de guerra eterna, jamás tuvo la menor intención de fundar un Estado junto al de los judíos, asegura Karsh. Arafat no quería una Palestina que conviviera con Israel sino una que lo sustituyera. Con la Autoridad Nacional Palestina convertida en plataforma terrorista, Abu Amar quería librar una guerra total de desgaste contra lo que él no consideraba de ninguna de las maneras un aliado; hacer de Israel un nuevo Líbano y provocar el éxodo de unos judíos a los que los asesinos del rais harían imposible la vida en su tierra. Para Arafat, los Acuerdos de Oslo tenían la misma finalidad que aquel Tratado de Hudaibiya que suscribió Mahoma con los Quraish de La Meca: ganar tiempo y doblegar al enemigo a base de confianza, primero, y, cuando por fin se pudiera, de la mera fuerza.

Por eso la respuesta a la estupefaciente oferta de Barak en Camp David 2000 no fue la mano tendida y la materialización del Estado palestino sino la monstruosa Segunda Intifada, la Guerra de Arafat, según prefiere denominarla el profesor Karsh, que en cuatro años se cobró la vida de un millar de israelíes en casi 6.000 ataques terroristas, lo nunca visto en Israel desde la propia Guerra de la Independencia.

A Arafat le sucedió al frente de la Autoridad Palestina su semejante Mahmud Abás. Que siguió y sigue en las mismas, refiere Karsh: en el irredentismo salvaje, el agitprop israelófobo y antisemita, en la corrupción a escala gigantesca, en la represión con saña de cualquier disidencia. Y para qué hablar del pseudo-Estado canalla que ha erigido Hamás en la Franja de Gaza.

Así que Israel jamás ha tenido un socio para la paz, asegura Karsh, que contundente proclama: Oslo ha salido mal, Oslo es un desastre, desde su concepción estuvo destinado a ser lo que está siendo. Porque a los malvados no se les exigió el reconocimiento de su derrota y porque se les ha alentado a seguir en las mismas. El Terror paga, pues.

Oslo no da más de sí, Oslo no tiene remedio. Pero nadie de entre sus defensores quiere asumirlo; pero todos quieren seguir adelante con la siniestra ilusión de que Abás y sus secuaces son lo que ni ellos mismos fingen ya ser: parte de la solución y no –y muy sustancial– del problema.

Por todo lo anterior, a Efraim Karsh no le queda más remedio que ser pesimista, y tremendamente crítico con los muy tóxicos amigos del pueblo palestino:

Esta suerte de racismo –no exigir nada a los palestinos, como si fueran demasiado estúpidos o primitivos como para responsabilizarse de sus propios dichos y hechos– es una receta segura para el desastre. Mientras ni un solo líder palestino demuestre una auténtica aceptación de la solución de los dos Estados o actúe significativa e incondicionalmente en pro de esa idea, no podrá haber una reconciliación con Israel auténtica o duradera. Y mientras los territorios sigan gobernados por la ley de la jungla de la OLP y Hamás, no podrá desarrollarse una sociedad civil palestina, para qué hablar de un Estado viable.

© Revista El Medio

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