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Carlos Alberto Montaner

El atroz futuro de Colombia

A Colombia le espera un futuro infinitamente peor y más negro que su presente incómodo y, a veces, sangriento por no tener un verdadero estadista en Nariño.

Juan Manuel Santos, con el dictador Castro y el terrorista Timochenko | EFE

El gobierno de Bogotá y los narcoguerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, las tristemente célebres FARC, han llegado a un acuerdo de paz tras 52 años de violenta insurgencia por parte de este brazo armado del Partido Comunista.

Hay otras guerrillas igualmente comunistas, como el Ejército de Liberación Nacional o ELN, auspiciadas por Cuba en los años sesenta, pero las más fuertes y destructivas han sido las de las FARC.

Las FARC creían en el marxismo-leninismo y trataron denodadamente de construir en el país una sociedad semejante a la cubana o a la soviética, comenzando su labor de demolición de la democracia liberal en medio de la Guerra Fría.

Debo aclarar para los colombianos, y acaso para los que no lo son, que la expresión democracia liberal nada tiene que ver con el partido que lleva esa palabra en el nombre, sino con un modelo político que incluye el pluripartidismo, la alternancia en el gobierno, el respeto por las libertades y los derechos humanos, incluida la propiedad privada, la separación de poderes, la transparencia en los actos de gobierno y la existencia de un mercado abierto en el que las personas y las empresas realicen sus transacciones económicas. Es decir, el Estado que los comunistas califican de burgués y que las FARC se empeñaron en destruir.

Para lograr ese objetivo, y como una forma de aterrorizar a la población, las FARC asaltaron, secuestraron y vendieron rehenes, o los asesinaron, violaron muchachas campesinas, convirtieron por la fuerza a niños en guerrilleros, obligándolos a matar, colocaron bombas en lugares públicos y cometieron toda clase de crímenes atroces, incluyendo el cultivo, venta y exportación de cocaína, hasta convertirse en uno de los cárteles más poderosos del mundo. Exportaban la droga, fundamentalmente hacia territorio de Estados Unidos, el más odiado de los enemigos.

Obviamente, con ese sanguinario prontuario delictivo las FARC no podían evitar que la justicia persiguiera y castigara severamente a sus miembros de acuerdo con la Constitución, las leyes y el Código Penal colombianos. De manera que en las conversaciones de paz suspendieron el Estado de Derecho aprobado por el país anteriormente y se acogieron a una justicia provisional transitoria que garantizara a los insurgentes penas muy leves o impunidad, y hasta costosísimos recursos económicos, para incorporarse a otro género de vida.

En todo momento en las conversaciones estuvo presente un último chantaje: si no se pactaba lo que convenía a los delincuentes, estos seguirían matando, violando y traficando con drogas, como habían hecho hasta entonces.

El Estado, que representaba a 45 millones de colombianos, aceptó las humillantes condiciones de las FARC, apenas siete mil guerrilleros, y firmó un acuerdo con los cabecillas, liderados por un truculento señor que se hace llamar Timochenko.

Los pactos, como se sabe, deberán ser legitimados por los electores colombianos en un plebiscito que se puede ganar con sólo el 13% de los sufragios, una cantidad mínima de votos. Algo muy peligroso, dado que afectará a la nación por varias generaciones. Esto sucederá el 2 de octubre próximo.

¿Qué pasará a partir de ese momento? Esa es la pregunta que se debieron hacer el presidente Juan Manuel Santos y los miembros del gobierno que sirvieron como negociadores.

Esa es la pregunta que se hubiera hecho un verdadero estadista y no un político convencional preocupado por los efectos inmediatos de la maniobra.

Quizás la gran diferencia entre un estadista y un político convencional sea ésa: los estadistas se basan en principios y en una visión del Estado que los lleva a ponderar sus acciones a largo plazo. Saben que los actos que hoy parecen útiles y buenos en el futuro pueden convertirse en errores tremendos que afecten negativamente a la sociedad.

Tan importante como exigir a los narcoguerrilleros de las FARC que dejaran sus armas era que abandonaran expresamente su pretensión de destruir el modelo de Estado que los colombianos han escogido libremente para vivir.

¿Qué pasará a partir del momento en que la mayoría de los electores, ingenuamente, apoyen los acuerdos firmados en La Habana?

Pasará que las FARC comenzarán a utilizar la estrategia chavista.

Ocurrirá que las FARC se insertarán en la vida política del país y comenzarán a desmontar la democracia, como hicieron en Cuba y en Venezuela, porque han renunciado a la guerra armada, pero no a establecer un régimen comunista, sencillamente porque son el brazo armado de un partido marxista-leninista que cree en unas supersticiones que les llevó a cometer toda clase de crímenes durante más de medio sigo.

A Colombia le espera un futuro atroz, infinitamente peor y más negro que este presente incómodo y, a veces, sangriento que hoy padece. Será la consecuencia de no tener un verdadero estadista en el Palacio de Nariño.

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