Escándalo en la industria del azúcar: sobornos para demonizar la grasa
La teoría contra la grasa ha sido un castillo de naipes erigido durante el último medio siglo con subvenciones, científicos e industrias corruptas.
Podrás engañar a todos durante algún tiempo, podrás engañar a alguien siempre, pero no podrás engañar siempre a todos. Abraham Lincoln
Hemos vivido en una mentira. Ahora, de nuevo, se confirma.
Esta semana, el prestigioso Journal of the American Medical Association (JAMA) ha publicado un reportaje de Cristin E. Kearns que ha caído, tras hacerse eco el New York Times, como una bomba mediática en el aún no cerrado debate de las grasas frente a los carbohidratos, exponiendo malas prácticas y corrupción en la ciencia de la nutrición desde los años 60.
En aquellos años de mediados del siglo XX se batían en duelo dos enfrentamientos ideológicos a nivel mundial: el del capitalismo frente al comunismo en la ciencia económica y en la nutricional el de la teoría de los carbohidratos contra la de las grasas para explicar la enfermedad cardiovascular. John Yudkin fue uno de los principales valedores de la teoría de los carbohidratos y específicamente del azúcar, mientras Ancel Keys fue el promotor indiscutible de la moda grasofóbica que nos invadió desde entonces por completo.
Nuevos documentos desclasificados muestran cómo la Sugar Research Foundation (ahora Asociación del Azúcar) introdujo a miembros de su organización en la elaboración y financiación de estudios científicos. Hasta entonces, los estudios mostraban en general que la grasa de la dieta tenía un efecto discutible sobre los niveles de colesterol y la enfermedad cardiovascular. Eso apuntaba al azúcar como sospechoso. Así que la Asociación del Azúcar tenía que hacer algo y lo hizo: influencias políticas y sobornos económicos.
La relación entre el alto consumo de azúcar y los problemas metabólicos comenzó a evidenciarse en los años 40 y 50. Justo entonces el debate, confinado anteriormente en laboratorios, saltó a la escena pública cuando empezó a considerarse la enfermedad cardiovascular casi como una epidemia. En 1965, la Asociación del Azúcar financió un estudio inicialmente denominado Proyecto 226 y publicado en el prestigioso New England Journal of Medicine dos años más tarde, y que pretendía revisar la literatura publicada anteriormente. Por si alguien tiene dudas, la conclusión de aquel estudio era que la grasa y el colesterol, y en ningún caso el azúcar, eran los responsables de la enfermedad cardiovascular. Es más, a la luz de la ciencia actual podemos calificar como barbaridad totalmente refutada una afirmación aparecida en aquel estudio: que los triglicéridos mejoran quitando grasa y añadiendo azúcar de mesa. Nunca, hasta ahora, se supo la influencia que tuvo la Asociación del Azúcar en la elaboración de ese estudio y sus conclusiones.
Varias decenas de miles de dólares en valor actual sirvieron para hacerse con el favor de tres científicos de la Universidad de Harvard que firmaron dicha revisión de estudios que exoneraba al azúcar. Uno de esos científicos, Mark Hegsted, llegó a ser uno de los principales autores de las Guías Dietéticas para los Estados Unidos que publica el Gobierno federal.
La industria del azúcar encontró un filón en las dietas bajas en grasa para vender su producto. La palatabilidad o sabor que se perdía quitando la grasa se ganaría aumentando mucho más el azúcar. Durante aquellos años 60 la industria alimentaria gastó varios millones de dólares en valor actual para adoctrinar a los norteamericanos de que su versión de los hechos en forma de menos grasa y más azúcar (la cual debía asociarse con energía y vitalidad, y por ende salud) era la única versión. Hasta se minimizó cuanto se pudo el rol del azúcar en la caries dental.
Una industria ávida de vender sus productos corrompiendo la ciencia medró en sus intenciones gracias a la connivencia del Gobierno. Hegsted, que en los años 60 desarrolló una ecuación para intentar mostrar cuán perjudiciales eran la grasa y el colesterol, fue elegido miembro de la Academia Nacional de Ciencias de EEUU cuando ya estaba bajo el auspicio económico de la Asociación del Azúcar. Durante una década, además, fue editor de la revista científica Nutrition Reviews que publica dicha Academia.
Pero la corrupción política no acabó aquí. Hegsted participó en la elaboración de los primeros Objetivos Dietéticos para Estados Unidos en 1977 y fue durante varios años responsable de nutrición del departamento federal que elabora las ahora llamadas Guías Dietéticas, el Departamento de Agricultura de EEUU (USDA).
Un reportaje publicado el año pasado ya determinó que las guías y pautas nutricionales del Gobierno de EEUU –que han sido el espejo donde se han mirado e inspirado el resto de responsables políticos occidentales en la materia– han estado basadas más en influencias económicas y políticas que en ciencia objetiva.
Es evidente que reportajes como el de esta semana no han sentado nada bien en la Asociación del Azúcar, que ha intentado defenderse como ha podido. Como tampoco le ha debido agradar el comentario al reportaje original de Marion Nestlé, reconocida a nivel mundial como probablemente la mayor y más respetada experta en las prácticas y políticas de la industria alimentaria.
Que la teoría contra la grasa ha sido un castillo de naipes erigido durante el último medio siglo largo a base de subvenciones gubernamentales, científicos e industrias corruptas e intereses especiales ajenos a la ciencia objetiva es algo que cada día se pone más de relieve. No es que las verdades de ayer sean las mentiras de hoy. Hay verdades que nunca son tales. El valor del científico honesto y el buen periodista es, respectivamente, trabajar por su descubrimiento y su difusión hoy mejor que mañana.
Cada vez que nos sentamos a la mesa hacemos una declaración de intenciones. No lo olvidemos. Hagámoslo lo mejor posible.
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