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Luis Herrero

Podemos se hace independentista

La izquierda se ha quitado definitivamente la máscara. La CUP, ERC y Podemos forman ya el nuevo trío de la bencina de la política catalana.

Francamente, que el número de asistentes a la Diada haya subido o bajado respecto al año anterior es un dato que importa un bledo. No creo que la temperatura de la calle un día singular sirva para medir la fiebre independentista de Cataluña. La fatiga suele afectar a la musculatura, rara vez a la cabeza. Que algunos catalanes se hayan cansado de formar cadenas humanas no significa que hayan arriado la estelada de su ombligo intelectual.

Al contrario que a mucha gente, a mí me parece que esta Diada con menos voluntarios en las cunetas ha sido la más demoledora de los últimos años. La imagen del líder podemita Dante Fachin en medio de Anna Gabriel y Oriol Junqueras sujetando la misma pancarta y cantando a coro L'estaca de Lluis Llach, mientras la gente gritaba "independencia", es más ilustrativa que cualquier aglomeración de masas. Significa que la izquierda se ha quitado definitivamente la máscara. La CUP, ERC y Podemos forman ya el nuevo trío de la bencina de la política catalana. Y si algo han dejado claro estos días es que están dispuestos a arrebatarles a los convergentes el liderazgo del procés por mucho que el President de la Generalitat, para hacer méritos, haya querido prometer elecciones constituyentes antes de un año desde la cabecera, por primera vez, de la manifestación de Salt.

La alcaldesa de Barcelona ya lo había dejado claro en su artículo del sábado en El País: "Una parte muy importante de la población catalana, y del conjunto del Estado, ya no se siente representada en el pacto constitucional de 1978. El país ha cambiado. Es necesario y urgente ampliar el reconocimiento y garantía de los derechos civiles y sociales, a fin de que el pueblo catalán pueda decidir libremente cuál tiene que ser su relación con España". Para Ada Colau, la incorporación a este nuevo modelo territorial que reconozca el derecho a decidir, es decir, el derecho de autodeterminación, supone, como es lógico, "el reconocimiento previo de múltiples soberanías" (no sólo la catalana, sino la de todas las conciencias nacionales que en España existan, incluyendo, supongo, la cartagenera) "que libre y fraternalmente decidan sumarse a un proyecto común".

Se podrá decir que este discurso no deja de ser la ocurrencia personal de alguien que aspira a dar el salto en las próximas elecciones catalanas de la política municipal a la autonómica. También se podrá decir que su postura no coincide con la que mantiene oficialmente Podemos. Pero ambas cosas son falsas. El viernes, en el acto que se celebró en el municipio de Sant Boi, el líder de la formación morada en Cataluña defendió las mismas tesis que Colau. Exactamente las mismas. Incluso con expresiones idénticas.

Es más que evidente que el liderazgo secesionista de Convergencia toca a su fin. Las elecciones que promete Puigdemont servirán para darle todo el poder al nuevo tripartito que emerge de la Diada y con él se acabará la ambigüedad democristiana de amagar y no dar. A partir de ahora, el futuro inmediato encierra pocas incógnitas. Podemos ha decidido bajar el puente y subir la cancela del castillo para que la bandera de la independencia pueda ondear en lo alto de la torre.

Para acallar su mala conciencia, los que debieron mantener alejada la batalla de los muros de la fortaleza, con políticas lingüísticas, educativas y financieras que no desarmaran a los defensores de la idea de España, no dejan de repetir que han dado orden a los jueces para que viertan calderas de aceite hirviendo sobre las cabezas de los insurgentes. La defensa de la posición ya no es política, sólo es judicial. Primero el PSOE y después el PP nos han traído hasta aquí. Y ahora, jibarizados por su propia desidia, ya no tienen fuerza, y a lo peor tampoco ganas, para sacarnos de lío.

Su error tendrá consecuencias, quien sabe si irreversibles, para la cohesión territorial del Estado. Pero no se quedarán ahí. Ambos han pagado su error favoreciendo la aparición de fuerzas políticas parásitas que han vampirizado su poderío parlamentario y han convertido el tablero político en un laberinto de salida ilocalizable. Lo que ahora nos preocupa es que no haya Gobierno. Creemos que eso es lo urgente, y es verdad. Pero no es lo más importante. Lo que de verdad resulta aterrador es que la sanguijuela que le chupa la sangre electoral al PSOE, la que se alimenta de sus votos perdidos, de su anemia nacional, clama por la extinción del pacto constitucional de 1978, fuente de legitimidad del régimen que ha hecho posible la convivencia entre españoles durante los últimos cuarenta años. Podemos no sólo impugna la organización territorial del Estado. Su enmienda es a la totalidad.

¿Qué necesita Sánchez para darse cuenta de que el Podemos con quien coquetea ya no es sólo cómplice, sino coautor de una estrategia independentista que cada vez tiene más resortes para salirse con la suya? ¿Qué hace falta para que entienda que pretende dinamitar un Régimen constitucional que nos ha dado cuatro décadas de razonable estabilidad? ¿Y por qué no aprende de sus propios errores?

El PSC marcó el camino a la irrelevancia que luego siguió el PSE. Maragall fue President y Patxi López Lehendakari. Y el precio que pagaron por serlo llevó a sus respectivos partidos al borde de la extinción. El socialismo vasco, hace cuatro años, aún mandaba en Ajuria Enea. Dentro de dos semanas, si el CIS no vuelve a pifiar el pronóstico, se convertirá en el partido más pequeño de la oposición parlamentaria, empatado a nada con el PP. En lugar de escarmentar en cabeza ajena, los de Ferraz se empeñan en ir por el mismo camino. Allá los barones si lo consienten. Pero harían bien, antes de hacerlo, en mirar hacia atrás y sacar sus propias conclusiones. Primero Maragall se cargó el PSC. Luego Patxi López se ha cargado el PSE. Y como no hay dos sin tres, Pedro Sánchez terminará de cargarse el PSOE. Su espacio lo ocupará Podemos. El Podemos que hemos visto en la Diada: el de la independencia y la puntilla al Régimen constitucional. Maldita gracia.

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